El futuro posible, por Marta de la Vega @martadelavegav

El futuro posible, por Marta de la Vega @martadelavegav

No se trata de una inquietud retórica. Preguntarnos acerca de lo que sería un futuro posible es pertinente en el mundo actual, en el escenario geopolítico internacional en el que se vislumbra un horizonte sombrío y amenazante a escala global y en una Venezuela extenuada por las carencias, el hambre para una mayoría, el colapso de los servicios públicos, la pobreza multidimensional, el abandono de las obligaciones constitucionales del Estado, la imposición del presidente de facto con la usurpación del mandato legítimo obtenido por el voto popular el 28 de julio de 2024 por el contendor de las fuerzas de unidad democrática y la persecución despiadada contra todos, dirigentes políticos, ciudadanos comunes, niños o adultos; o sea,  los que parezcan sospechosos de disentir o desaprobar la dinámica criminal que pareciera regir en las más altas esferas del poder.

El mundo atraviesa un punto de inflexión en el que las certezas que alguna vez sustentaron el orden internacional se han desmoronado. Durante décadas, la cooperación internacional y las relaciones multilaterales fueron fundamentales para gestionar conflictos, promover el desarrollo y garantizar cierta estabilidad global. Sin embargo, en el escenario geopolítico actual, la fragmentación, la competencia estratégica, el resurgimiento de enfoques nacionalistas y los populismos pseudodemocráticos o francamente autocráticos han puesto en crisis ese modelo. El sistema internacional contemporáneo se caracteriza por la incertidumbre. La Guerra Fría había instaurado una estructura bipolar, y su fin dio paso a una hegemonía estadounidense que, aunque imperfecta, sostenía una narrativa de gobernanza global. 

Hoy, el ascenso de potencias como China, la reconfiguración de alianzas y el debilitamiento de organismos multilaterales han generado un mundo más volátil y menos predecible. Las instituciones supranacionales creadas para favorecer la cooperación internacional y mediar en los conflictos -como la ONU, la OMC o incluso la UE- enfrentan desafíos internos y externos que limitan su capacidad de actuar con eficacia. La invasión de Rusia a Ucrania y el posterior deterioro de la seguridad europea, la guerra en Gaza y sus implicaciones geopolíticas, la inestabilidad en América Latina y África junto con la crisis climática y migratoria, son síntomas de un mundo que ha dejado atrás la ilusión de armonía. La era de los tratados universales y los grandes consensos pareciera haber terminado. Estados Unidos y la Unidad Europea, la OTAN, China y sus aliados en Asia-Pacífico, Rusia con su visión neoimperial, los países del Sur Global con India y Brasil a la cabeza buscando autonomía en un tablero dominado por grandes potencias: todos estos actores operan en un escenario donde la cooperación es selectiva y la confianza, frágil. 





Las potencias emergentes reclaman mayor protagonismo en las decisiones internacionales y las crisis actuales podrían derivar en la reformulación de estructuras ahora obsoletas. Desde la presidencia de Estados Unidos Trump ha contribuido a las nuevas lógicas del poder que han fracturado la confianza internacional y agudizado la incertidumbre a escala global. Trump y sus más cercanos colaboradores han introducido dinámicas que alteran significativamente el panorama geopolítico del hemisferio occidental.  Las principales áreas de impacto: el brusco viraje en relación con la cooperación que pareciera llegar a su fin entre los dos bloques de poder de Estados Unidos y la Europa que resurgió después de la segunda guerra mundial, lo que ha puesto en duda el compromiso estadounidense con sus aliados tradicionales. 

La tolerancia complaciente de la diplomacia americana y del propio presidente Trump para entorpecer las relaciones con China y agudizar la competencia con la potencia asiática, a la vez que para favorecer las pretensiones de Putin sobre un país independiente y soberano al amenazar con la eliminación de la ayuda militar a Ucrania. La descalificación de su par ucraniano frente a la brutal invasión del gobierno ruso que Trump pareciera no reconocer; el resquebrajamiento de alianzas tradicionales y la cooperación histórica en las relaciones internacionales con socios como México y Canadá a través de políticas proteccionistas y altísimos aranceles; tensiones y una mayor volatilidad en los mercados financieros que los ha impactado negativamente por la imprevisibilidad de las políticas de Trump.

La catástrofe no cesa en Venezuela; solo un minúsculo porcentaje de la población vive con dignidad y holgura. El cerco se cierra contra civilidad, libertad de expresión, transparencia, derecho a las diferencias de opinión sin ser castigados, libre iniciativa privada. No hay tolerancia. No hay respeto a los derechos humanos fundamentales. No hay democracia. Recientemente, la catástrofe legal se ha agudizado. Primero, ley contra instigación al odio y elogio al fascismo, peor que la tristemente célebre ley “mordaza” contra los medios de comunicación social independientes; después, ley contra organizaciones no gubernamentales que convierte en criminal cualquier iniciativa de sectores de la sociedad civil para paliar dificultades de la gente o apoyar proyectos solidarios de asistencia o desarrollo social en comunidades deprimidas. Ahora, ley Simón Bolívar. Implica una política de terror con penas de hasta treinta años a quienes hablen de corrupción, sanciones impuestas desde el exterior a funcionarios del régimen por violación de derechos humanos o a quienes hablen mal o desconfíen de los poderes públicos. ¿Qué futuro es posible en Venezuela?