Una gran verdad, sin duda, porque el ejercicio del poder, y allí reside en gran parte su sustrato ético, tiene como finalidad el bien común, que, a su vez, exige la realización de la justicia. Por eso mismo pudo decir otro gran pensador y teólogo cristiano, en este caso, Santo Tomás de Aquino, que “el sentido del poder es la realización de la justicia”.
En esa misma línea de argumentación -al recordar la tragedia que significaron para la humanidad tres nefastos socialismos del siglo XX, como lo han sido el fascismo, el nazismo y el comunismo-, el Papa Benedicto XVI dijo en un mensaje en 2011 ante el parlamento alemán: “Hemos experimentado cómo el poder se separó del Derecho y se enfrentó a él; cómo se pisoteó el Derecho, de manera que el Estado se convirtió en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar al mundo entero y llevarlo al borde del abismo”.
El poder y la justicia, por cierto, no siempre han marchado en consonancia, sino, por lo general, enfrentados o distanciados la mayoría de las veces, como lo comprueba suficientemente la historia, especialmente cuando una concepción autoritaria o dictatorial del primero lo desnaturaliza para que no cumpla su verdadero propósito: el de ser un instrumento para ordenar la vida social, lo cual solo se puede hacer en función de la justicia, definida como “la perpetua y constante voluntad de dar a cada uno lo que le corresponde”. Por lo tanto, la razón del ejercicio del poder es la justicia. El poder debe ser también un instrumento para el bien común, en base a criterios éticos, y sostenido por las legitimidades de origen y de desempeño.
Rafael Tomás Caldera plasmó estas y otras interesantes reflexiones en su libro El poder y la justicia (Ediciones UCAB), publicado en 2023, afirmando que la correcta relación entre el poder y la justicia es fundamental en el ejercicio de la política, porque aquél debe estar orientado por principios que no son simples convicciones abstractas, sino propósitos reales, entre ellos, la dignidad de la persona humana, el principio de la subsidiariedad de la acción de gobierno, la justicia social como guía y acción, el principio del bien común, los derechos a la libre iniciativa económica y al trabajo, sin olvidar el destino universal de los bienes de la tierra para atender solidariamente las necesidades de todos.
Por lo tanto, un poder que desconozca la justicia, la obstruya o la imposibilite está faltando gravemente a su deber supremo como ente ordenador capaz de “dar a cada uno lo suyo”. Igualmente, un poder que desconozca la verdad y la sustituya por la mentira también falta gravemente a su deber. Esa constituye nuestra tragedia cuando desde el poder se desconoce la voluntad mayoritaria de los venezolanos, expresada el pasado 28 de julio y se pretende suplantarla mediante la usurpación.
Todo esto significa la inexistencia del “Estado democrático y social de Derecho y de Justicia” contemplado en la Constitución Nacional en su Artículo 2, cuya primacía y vigencia estamos todos en la obligación de acatar, comenzando por las autoridades republicanas. Tampoco existen en plenitud el Principio de la Legalidad, ni la separación e independencia entre los Poderes Públicos establecida en la Carta Magna, con un Poder Ejecutivo que gobierne con eficacia, honestidad y apego a las leyes; un Poder Legislativo que legisle, controle, fiscalice y vigile la marcha de la administración pública; y un Poder Judicial que administre la justicia de manera independiente, oportuna y decente.
Cuando hablamos del poder y la justicia hay que recordar que la relación entre ambos debe estar caracterizada por la ausencia de la arbitrariedad y el abuso por parte del primero, y por el principio supremo según el cual todos somos iguales ante la Ley porque en un Estado de Derecho nadie -absolutamente nadie- puede estar por encima de la Constitución.
Necesitamos entonces la vigencia plena de los derechos humanos: el derecho a la vida; el derecho a la libre expresión del pensamiento y la opinión; el derecho al trabajo; y el derecho a la propiedad privada, hoy socavados por el autoritarismo y la arbitrariedad. Necesitamos una democracia plena, sin presos políticos ni secuestrados, sin exiliados y sin discriminaciones de ninguna naturaleza, sin partidos intervenidos judicialmente, ni dirigentes políticos inhabilitados en el ejercicio de sus derechos incumpliendo los requisitos constitucionales al efecto.
¿Acaso es mucho pedir todo lo anterior? De ninguna manera: lo que exigimos es muy simple y a la vez muy importante: que se cumpla la Constitución Nacional en todo su contenido y deje de ser mal utilizada y desnaturalizada como un instrumento para atropellar a los ciudadanos, y sea en verdad lo que tiene que ser: un instrumento de los ciudadanos para ejercer plenamente sus derechos y cumplir sus deberes y, al mismo tiempo, controlar al poder y sus abusos. Así es que se entiende la Carta Magna en cualquier democracia avanzada y honesta del mundo.