A 90 años de la muerte de John Dillinger: ¿de quién es el cuerpo enterrado en la lápida que lleva su nombre?

A 90 años de la muerte de John Dillinger: ¿de quién es el cuerpo enterrado en la lápida que lleva su nombre?

El cuerpo de Dillinger en la morgue de Chicago

 

Minutos antes de ser atado a la silla eléctrica de la prisión estatal de Ohio, Harry Pierpont soltó una frase que, dicen algunas crónicas, molestó sobremanera a John Edgar Hoover, director del Bureau of Investigation (BOI), la agencia de investigación criminal estadounidense antecesora del FBI. “Yo soy el único que sabe toda la verdad y me la llevo conmigo”, dijo de manera enigmática, porque no aclaró a qué verdad se refería.

Por infobae.com





Cuando Pierpont fue electrocutado, el mediodía del 17 de octubre de 1934, era el último sobreviviente de la banda de John Dillinger, cuya muerte a la salida de un cine de Chicago el 22 de julio de ese mismo año, le había valido un enorme espaldarazo a la carrera de Hoover.

No hizo falta que nadie le aclarara la frase a Hoover. Apenas se la repitieron supo que estaba dirigida a él o, más precisamente, que apuntaba a desacreditarlo a él. Pierpont era un hombre de muy pocas palabras, una definición que también se aplicaba a su vida criminal: nunca había confesado sus crímenes y, mucho menos, delatado a alguno de sus cómplices.

La polémica por Dillinger

El director del BOI supo de inmediato que esas “últimas palabras” de Pierpont echarían más leña al fuego de las polémicas que comenzaban a subir de tono alrededor de la muerte de Dillinger, el asaltante de bancos al que Hoover había declarado “enemigo público número uno”.

La noticia de la caída de Dillinger bajo las balas de los hombres del BOI había dividido a la sociedad estadounidense. Mientras unos la consideraban un éxito de la ley y el orden, otros la lamentaban porque en apenas dos años de carrera criminal el delincuente más buscado se había ganado la simpatía de muchos norteamericanos que habían perdido sus bienes o sus trabajos por el crack financiero de 1929 y consideraban que asaltar bancos – a los que veían como responsables de su situación – no era un delito sino un acto de justicia. Para estos últimos, Dillinger era una suerte de Robin Hood aunque no repartiera su botín con los pobres.

Otra de las polémicas se centraba en las circunstancias mismas de la muerte, porque el temible enemigo público número uno ni siquiera había alcanzado a desenfundar su arma cuando los hombres de Hoover le dispararon, no una sino varias veces. Se decía que había sido una ejecución lisa y llana porque no querían capturarlo vivo.

Ninguna de esas dos discusiones le molestaba a Hoover, que venía construyendo su imagen de duro e implacable con el mundo de crimen sin que importaran demasiado los métodos. Pero la “verdad” a la que aludía la frase casi póstuma de Pierpont podía referirse también a una tercera cuestión que, de ser cierta, podía poner en ridículo al jefe de la agencia que en el futuro sería el FBI.

Porque no eran pocos los que se preguntaban si el muerto era realmente John Dillinger u otra persona, un involuntario protagonista de un ardid montado por el propio enemigo número uno para engañar a sus perseguidores y vivir tranquilo el resto de sus días. Si Pierpont se había referido a eso y podía comprobarse, la imagen de Hoover se caería a pedazos.

“Todo el mundo al suelo”

La carrera criminal de John Dillinger como asaltante de bancos fue vertiginosa. En poco más de un año, desde mayo de 1933 hasta poco antes de su -cierta o supuesta – muerte, había capitaneado dos bandas y asaltado decenas de bancos, con botines de cientos de miles de dólares; capturado y encarcelado, protagonizó fugas espectaculares para retomar de inmediato su raid criminal.

El modus operandi era siempre el mismo: elegían y estudiaban los movimientos del banco de una pequeña localidad; el día elegido, entraban cinco delincuentes al local mientras un cómplice esperaba afuera con el auto en marcha, una vez adentro Dillinger gritaba la frase que rápidamente se hizo famosa, “Todo el mundo al suelo”, tras lo cual dos de los hombres controlaban a los empleados y el público mientras otros tres saqueaban las cajas y obligaban al gerente a abrir el tesoro. Todo ocurría a una velocidad de vértigo y poco después estaban escapando por una ruta previamente estudiada.

Podía decirse que John Dillinger había aprendido todo en la cárcel, en la que cayó cuando era muy joven por un error de principiante. Tenía 21 años y nunca había cometido un delito hasta una noche de 1924 cuando un amigo, Ed Singleton, le pidió que lo acompañara asaltar el negocio de un tendero del barrio en que vivían. El asalto les salió bien, pero dejaron tantos rastros que cayeron presos al día siguiente. Singleton, que pudo pagar un abogado, fue condenado a dos años de cárcel; en cambio, Dillinger, con un defensor oficial, recibió nueve.

En la cárcel se relacionó con un grupo de presos que cumplían condenas por asaltar bancos y con ellos aprendió lo que podría llamarse la teoría del oficio. Y no solo eso, porque allí, detrás de las rejas conformó parte de su primera banda. Cuando salió en libertad condicional, a principios de 1933, con ellos y algunos hombres más, pasó de la teoría a la práctica.

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