Fue el día en el que Alemania cambió para siempre. Y Europa y también el mundo cambiaron para siempre. Muy pocos lo notaron, lo que ratifica la teoría que afirma que los grandes hechos históricos son intrascendentes… en el momento que ocurren. Luego, cobran otra dimensión. Hace hoy noventa y un años, el 30 de enero de 1933, Adolfo Hitler fue nombrado canciller de Alemania, que estaba a punto de destruir la alicaída República de Weimar y la democracia parlamentaria que la sostenía. Alemania jamás volvería a ser la misma después de este día.
Por infobae.com
A Hitler le cedió el poder el presidente del Reich, el mariscal Paul von Hindenburg, lo que derriba otro mito nazi: Hitler no ganó ninguna elección para llegar al poder, lo tomó por asalto. Tanto, que en la tarde del día de su ascenso a canciller, los nazis se negaron a hablar de “asalto al poder”, que era verdad, sino de “entrega del poder”, que también era cierto.
En las dos últimas grandes elecciones celebradas en aquella Alemania que sucumbía y daba paso a lo desconocido, los nazis, el NSDAP, Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, había tenido suerte dispar. En las de septiembre de 1930, el nazismo había dado su gran salto electoral: lo votaron casi seis millones y medio de alemanes y pasó de tener doce bancas en el Reichstag a tener ciento siete. Pero en los cómputos generales quedó detrás del SPD, el Partido Socialdemócrata Alemán, que ganó con ocho millones y medio de votos. Hitler odiaba con alucinado fervor a la socialdemocracia, y lo proclamaba siempre que podía. Y podía siempre.
En las elecciones de noviembre de 1932, los nazis confirmaron sus temores que preveían una pérdida de apoyo de la clase media. Y, en efecto, perdieron dos millones de votos y treinta y cuatro bancas en el Reichstag. Igual, fueron la fuerza política más votada, pero sin llegar a la mayoría absoluta lo que les impedía gobernar. La sorpresa de esas elecciones fue el KPD, el Partido Comunista Alemán, que vio su caudal electoral aumentado en un dieciséis por ciento, lo que hizo crecer en aquel país volátil el temor de una guerra civil.
Violencia nazi
Con sus votos mayoritarios, Hitler exigió a Hindenburg que lo nombrara canciller. El presidente del Reich, un monárquico conservador, despreciaba a Hitler pero era reacio a emprender acciones contra los nazis que habían desatado ya un clima de violencia y de luchas callejeras en las principales ciudades de Alemania en las que reinaban las entonces poderosas SA, las fuerzas de asalto que vestían uniformes pardos. Dada su desconfianza, lo máximo que Hindenburg estaba dispuesto a conceder era que los nazis entraran en un gobierno de coalición, o de consenso, o de acuerdo, pero no con Hitler a la cabeza. Todo aquel delicado andamiaje político se deslizaba en medio de una gran crisis económica, prolongación del crash mundial de 1929. En aquella sociedad golpeada por el deterioro, la miseria y la violencia nazi, a la que correspondían con dedicación los comunistas, los hombres de negocios se quejaban de los escasos beneficios que obtenían sus empresas; los campesinos se quejaban de lo bajos que eran los precios de los productos agrícolas; los maestros y los funcionarios, la sociedad en general, se quejaba de sus salarios; los obreros se quejaban de la desocupación; los desocupados se quejaban de los escasos subsidios de ayuda y los jubilados, mutilados y viudas de guerra, de quejaban del constante deterioro de sus pensiones.
Hitler había anticipado en los discursos con los que tejía su ascenso al poder, todo cuanto iba a hacer si llegaba al gobierno. En aquellos días, semejante sinceridad no era vista como un mérito, sino más bien con aprensión. El marxismo sería erradicado, había prometido Hitler; los judíos serían “eliminados”, había dicho; Alemania reconstruiría sus fuerzas armadas cercadas por el Tratado de Versalles que puso fin a la Primera Guerra Mundial; el país, había dicho Hitler, conquistaría “por la espada” la tierra que precisaba para su “espacio vital”. Muy pocos lo tomaron en serio y lo juzgaron peligroso, Hindenburg entre ellos. Pero el espectro político, desde la derecha hasta la izquierda, conservadores, liberales, socialistas y comunistas, juzgaron a Hitler poca cosa, se burlaron de su capacidad y de su ingenio, criticaron su falta de escrúpulos y le auguraron un fugaz paso por la política alemana.
Una pequeña historia que retrata esas dos visiones tan diferentes, rescata un diálogo entre Alfred Hugenberg, un ultranacionalista antisemita, asesor financiero de las empresas Krupp, dirigente del Partido Nacional Popular Alemán y artífice, uno de ellos, del ascenso de Hitler al poder, con Theodor Duesterberg, que había sido candidato en las elecciones de 1932, candidatura que los nazis destruyeron cuando se reveló que Duesterberg tenía ascendencia judía.
El ex candidato, que sería arrestado durante la Noche de los Cuchillos Largos de junio de 1934 y enviado a un campo de concentración, previno a Hugenberg, que estaba a punto de ser nombrado ministro de Agricultura de Hitler, sobre los peligros de ceder la cancillería alemana a alguien tan poco confiable. Hugenberg descartó todo con una lógica simple: Hindenburg seguiría siendo presidente del Reich y comandante de las fuerzas armadas. La respuesta de Duesterberg fue: “Te vas a tener que escapar en calzoncillos por los jardines del ministerio para que no te arresten…”
Hitler había dado otras pistas, más perceptibles e inquietantes, sobre lo que sería un eventual gobierno suyo y sobre cómo debía encararse la adhesión al partido nazi. Había dicho: “La base de la organización política es la lealtad. El reconocimiento de que es necesario obedecer como premisa para la construcción de toda comunidad humana, constituye por ello la expresión más noble del sentimiento”. Otra frase reveladora: “La lealtad en la obediencia no puede sustituirse nunca por instituciones y disposiciones técnicas formales, sean del género que sean.” Y otra más: “Una visión del mundo necesita para su difusión no funcionarios civiles, sino apóstoles fanáticos”.
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