En los últimos tiempos están proliferando las películas sobre la figura de los directores de orquesta. A principios de este año pudimos ver Tar, basada en la figura de Marin Alsop, y próximamente se estrenarán Divertimento –sobre la creación de la orquesta del mismo nombre por su directora, Zahia Ziouani– y Maestro, biopic del carismático Leonard Bernstein.
Por infobae.com
En ellas se advierte el halo de misterio que acompaña a esta figura, que ya en 1836 Schumann denominó “un mal necesario”. Porque ¿qué hace realmente un director de orquesta?
A simple vista, el personaje sube a un podio y gesticula de forma más o menos histriónica ante un grupo de músicos que conocen a la perfección las partituras que deben interpretar. Paradójicamente, además, es el único miembro que carece de instrumento, y no emite sonido alguno por sí mismo en toda la ejecución. Sin embargo es quien recibe la mayor parte de la ovación del público. ¿Cuál es la aportación de un director a la calidad del resultado sonoro de una orquesta?
Nos centraremos en dos funciones básicas: el liderazgo técnico y el expresivo.
Marcar el ritmo
Si nos fijamos bien en la gestualidad del director durante un concierto notaremos ya una de estas funciones, que es marcar el ritmo de la obra.
Las referencias más tempranas de esta necesidad en la cultura occidental se encuentran en tratados de música del siglo XVI, donde se recomienda que cantantes e instrumentistas se guíen golpeando con la mano o el pie. Ahora bien, las primeras formaciones orquestales de carácter sinfónico durante el siglo XVIII –la época del denominado clasicismo musical representada por compositores como Haydn o Mozart– aún poseían tres características que hacían innecesaria la existencia de una figura de dirección.
En primer lugar, el número de músicos era pequeño, lo que facilitaba su coordinación. Además, el ritmo se mantenía muy estable a lo largo de las piezas, de manera que resultaba sencillo mantenerlo sin una guía externa. Por último, los músicos tocaban de manera prácticamente continua de principio a fin. Por ello, solía ser el propio compositor (a menudo tocando el clavecín o el violín) quien proporcionaba las indicaciones básicas de entrada y finalización a la orquesta.
El primer tercio del siglo XIX, marcado en la cultura occidental por la figura de Beethoven (1770-1827), puso de manifiesto la necesidad de una dirección orquestal. Su obra supuso un salto cualitativo en cuanto a la complejidad de las composiciones. El tamaño de las orquestas se incrementó notablemente, y los instrumentos comenzaron a alternarse en orquestaciones sofisticadas.
Todo esto generó la necesidad de organizar ensayos formales previos a las representaciones, liderados a menudo por el propio compositor. Si pensamos que una orquesta sinfónica cuenta con un mínimo de ochenta miembros es fácil comprender que se necesita una figura que imponga un criterio único en lo que respecta a sincronizar tanto las entradas de los músicos como el ritmo y el tempo general de las obras. Mientras que los músicos cuentan solamente con sus partes respectivas (partituras que incluyen solamente los compases que deben interpretar), el director es el único que dispone de la partitura completa, el único que tiene la visión de conjunto de la obra.
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