Aquello no era una cárcel, era una fiesta. Amurallada, con alambre perimetral electrificado y una selva impenetrable a las espaldas; en lo alto de una colina, protegida por delante por altas lomas de tierra cubiertas de césped, como las que en la Segunda Guerra protegían los cañones antiaéreos de la aviación enemiga; de aviación, nada: sólo helipuerto y para que allí aterrizaran las máquinas que llevaban a los buenos amigos a visitar al que era el narcotraficante más famoso de América Latina, preso en esa fiesta a la que llamaban cárcel.
Por infobae.com
El narco era el colombiano Pablo Escobar Gaviria, el más cruel y poderoso traficante de drogas que había formado casi un gobierno paralelo, sin ministerios y sin palacio de justicia, pero con un presupuesto acaso mayor que el del estado colombiano. Y la cárcel era conocida como de “máxima seguridad”. La de “máxima seguridad” era una de esas expresiones que empiezan por escribirse con mayúscula y terminan por escribirse entre comillas. La prensa colombiana dio en el clavo cuando la llamó cárcel de “máxima comodidad”. La había diseñado, y había vigilado su construcción, el propio Escobar Gaviria, en un alarde de realismo mágico que no imaginó la literatura.
El contrato de construcción de la cárcel, que oficialmente recibió el nombre de “La Catedral”, alegórico pero así fue, tenía una cláusula de lo más simpática que establecía: “No tendrá acceso ninguna autoridad policial o militar a la parte interna del establecimiento carcelario”. Era una cárcel sólo para presos, para que se cuidaran a sí mismos y su apacible estancia tras las rejas (hipotéticas, no había rejas en aquella cárcel) no se viera interrumpida, ni siquiera molestada por la presencia siempre odiosa de los funcionarios judiciales o penitenciarios, empeñados en fastidiar la buena vida de los presos. Porque en La Catedral, junto a Escobar Gaviria, estaba gran parte de su banda, de sus sicarios, de sus alcahuetes y de sus fieles, decididos a compartir el destino de su “patroncito”.
El patroncito también había diseñado su celda, que no era tal. Era un gran salón con una chimenea para aliviar el invierno, grandes velas aromáticas lilas rojas y amarillas, cinco cuadros con paisajes bucólicos, una barra con taburetes como los del bar de un hotel de lujo, una heladera siempre repleta de comida y de champán, amplios sillones, espaciosa mesa ratona y una gran cama con colchón de agua, cubierta por mantas y cobijas de marca. En las noches, el amplio ventanal de aquella cárcel sin muros, permitía ver el titilar de las luces de la vecina ciudad de Medellín.
Allí, Escobar montó unas orgías que podrían haber dejado enlutadas a las de la Roma imperial, y a las que las mujeres llegaban ocultas, o disimuladas, en grandes camiones de reparto, para pasar las noches en el tole tole de un enorme equipo de sonido, alimentado por la electricidad que metía miedo en la cerca perimetral. Todo esto, y mucho más, se sabe porque los agentes retirados de la DEA Steve Murphy y Javier Peña lo revelaron en un libro, “Manhunters: How we took down Pablo Escobar – Cazadores de hombres – Cómo atrapamos a pablo Escobar”.
Los ex agentes contaron que hallaron en aquella cárcel que no era tal parte de la correspondencia que recibía Escobar, entre esas cartas, las de varias madres que ofrecían a sus hijas para que el “patroncito” tuviera relaciones sexuales con ellas a cambio de pequeños favores, una casa, un futuro. También revelaron, citados ambos por el New York Post, que en la “celda” de Escobar se alzaba un armario con lencería de encaje y “juguetes sexuales, incluso vibradores”. Y a vivir que son tres días, cumpa. Así pasaba su encierro el “patroncito”, jefe del cartel de Medellín, emperador de la droga y responsable de cientos, sino miles de asesinatos, políticos y de cualquier otro tipo.
De allí se fugó Pablo Escobar en la noche del 21 al 22 de julio de 1992. Dieciocho meses después, el 2 de diciembre de 1993, yacía en el tejado medio de una residencia del barrio Los Olivos, en Medellín, el cuerpo atravesado a balazos, con la cabeza destrozada por un disparo alojado debajo de la oreja izquierda que los forenses no supieron, o no quisieron, decir si había sido de francotirador, del propio Escobar que se había quitado la vida o un tiro de gracia hecho por el Bloque de Búsqueda, el grupo especial creado por el gobierno colombiano e integrado por la Policía Nacional, el Ejército y los cuerpos antidroga de Estados Unidos.
Pablo Escobar fue a parar a la cárcel, que era una fiesta, por decisión propia. Eran los años en los que Estados Unidos, sacudido por la invasión de droga colombiana que asolaba sus calles, empezó a exigir a las autoridades, bajo la presidencia de César Gaviria, la extradición de los principales jefes narco, a la cabeza de los que estaba Pablo Escobar. Los narcos contraatacaron, crearon una especie de red solidaria a la que llamaron “Los Extraditables”, decidieron resistir y crearon un lema, conscientes de lo que les esperaba en una cárcel americana: “Preferimos una tumba en Colombia a una cárcel en Estados Unidos”. Se desató entonces una larvada guerra civil encapsulada, plagada de violentas batallas callejeras, entre narcos, fuerzas de seguridad y grupos parapoliciales que ensangrentó aún más a Colombia. Por fin, Escobar aceptó entregarse pero con el compromiso presidencial, que Gaviria aceptó, de que la Asamblea Constituyente colombiana aprobara la no extradición a Estados Unidos de los jefes narcos. Después, se puso a diseñar su cárcel, que no era tal.
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