Diana de Gales se mató en un accidente automovilístico junto con Dodi Al-Fayed, su pareja, el 31 de agosto de 1997, en París. Escapaban de un batallón de paparazzis en un Mercedes que estaba para chatarra, manejado por Henri Paul, jefe de seguridad del hotel Ritz que había mezclado alcohol y psicofármacos. Se decía que ella estaba embarazada de Dodi. Fuera verdad o no, la pareja seguía, más que nunca, en la mira de la prensa y de la realeza. Lady Di, divorciada en 1996 del príncipe Carlos tras haberlo acusado de humillarla, era un estorbo para su familia política, y sobre todo para su ex suegra, la reina Isabel II. Las molestias causadas por Diana a la Casa Windsor no terminaron con su vida. Al contrario: muerta, las incrementó. Su funeral, el 6 de septiembre de ese año, estuvo envuelto en intrigas palaciegas, parte de un culebrón monárquico.
Por infobae.com
Dos días después del accidente en el puente del Alma, el gobierno de Tony Blair y la Casa de Windsor pactaron que Diana -fallecida tras el choque en el hospital Pitié Salpetriere, a los 36 años- fuera despedida con solemnidad aunque sin pompa, en una misa discreta en la abadía de Westminster. La idea era evitar un funeral de Estado, estilo Winston Churchill, o una fastuosa ceremonia imperial. Pero el intento de bajar el perfil fúnebre, impulsado por la ex suegra de la difunta, iba a fallarles. No tomaban en cuenta que Diana seguía siendo un símbolo -disruptivo, pero símbolo al fin- de la realeza, no sólo por ser madre de William, heredero de la corona. Diana era, sobre todo, una mujer amada por el pueblo. Isabel II, que había concedido que su féretro fuera repatriado de Francia con un estandarte real, tuvo que ir retrocediendo a medida de que las flores, anónimas y espontáneas, fueron tapando la entrada del palacio de Kensington, donde su ex nuera vivía tras el divorcio. Su segunda concesión fue el permiso para ampliar el recorrido del cortejo fúnebre, pero siempre con la idea de un duelo discreto.
Cambio de estrategia fúnebre
En aquellos días previos al entierro, reinaba una incertidumbre imperial. Isabel II seguía de vacaciones en el castillo escocés de Balmoral, y nadie aseguraba que estuviera en la ceremonia. Tampoco se sabía si era correcto que Elton John, amigo íntimo de la difunta, entonara el himno. Ni siquiera quedaba claro si la corona iba a permitir que los hijos de Diana y Carlos, William y Harry, de 15 y 12 años, acompañaran al féretro. La bandera del palacio de Buckingham ondeaba bien al tope, nada de media asta. El hiperbólico diario británico “The Sun” pareció más preciso que nunca: “Desde la muerte de Diana no ha salido una sola palabra de los labios reales -publicó-. No se ha derramado una sola lágrima en público. Es como si nadie de la familia real tuviera alma”. Cual político ante un focus group preelectoral, la realeza, que no necesita consensos populares pero tampoco quería ponerse al pueblo en contra, cambió de estrategia en los días siguientes: dejó los lacónicos comunicados oficiales y pasó a una puesta en escena de congoja propia.
Isabel II se levantó por fin del trono estival en Escocia y, el 5 de septiembre, dio un discurso de tres minutos por televisión en el que definió a Diana como “un ser humano excepcional al que admiré y respeté por su energía, aliento y sobre todo por su devoción a sus hijos”. Parecía de verdad conmovida. Hasta remarcó que no se dirigía a sus súbditos en carácter de reina sino de abuela, y que lo hacía de corazón. Los asesores le habían pedido que, como golpe de efecto, a sus espaldas se viera un gran ventanal con la multitud dolida. Y así fue. En vísperas del funeral, Buckingham asumió el luto: el estandarte real fue reemplazado por la bandera británica, que, ahora sí, fue izada a media asta. El cálculo oficial era que 100.000 admiradores de Lady Di la despedirían. Se quedaron algo cortos: más de 2.000.000 de personas, que habían acampado en Hyde Park y St. James Park, participaron del funeral el 6 de septiembre en Londres, mientras 31.000.000 lo seguían por televisión. William y Harry, tan inocentes como impotentes, acompañaron el féretro hasta Westminster, donde esperaban 2.000 invitados vip encabezados, claro, por Isabel II.
Harry el triste
El príncipe Harry -hoy duque de Sussex- recibió la noticia de la muerte de su madre en Balmoral. Se la anunció su padre, actual rey Carlos III, luego de que su abuela Isabel pidiera que retiraran los televisores del castillo. A Harry le costó creer lo que escuchaba. Fantaseó, durante horas, que su madre había fingido el accidente para escapar de los curiosos y que pronto se comunicaría con él y su hermano. Sintió deseos de llorar pero se contuvo, para mantener hierática la tradición familiar y por protocolo. “Cuando me quitaron a mi madre a los 12 años, justo antes de cumplir los 13, no quería la vida -le contó a Oprah Winfrey en 2021, para la serie documental “El yo que no puedes ver”-. Lo que más recuerdo del funeral es el sonido de los cascos de los caballos por el centro comercial, el camino de ladrillos rojos. En este punto, mi hermano y yo estábamos en shock. Mostrábamos una décima parte de la emoción que mostraban los desconocidos que nos rodeaban en la calle. Veía llorar a la gente a mi alrededor y pensaba: ‘Esta es mi mamá. Ni siquiera la conociste’. Ellos podían procesar la muerte mejor que yo. Finalmente, dejé de pensar en todo eso porque me resultaba demasiado doloroso”.
En una entrevista con la revista “Newsweek” también explicó aquel calvario preadolescente: “Mi madre acababa de morir y tuve que recorrer un largo camino detrás de su féretro, rodeado de miles de personas mirándome, mientras millones más lo hacían en la televisión. No creo que un niño deba hacer eso bajo ninguna circunstancia. No creo que suceda actualmente”. Y, en su libro de memorias “Spare”, lanzado en enero de este año, agregó datos sobre la escala posterior: el traslado del féretro desde Londres hasta la finca de Althorp, donde Diana fue enterrada en una pequeña isla en el centro de un lago. “Mi hermano y yo lo vimos por televisión. Decían que mi madre llevaba las manos cruzadas sobre el pecho, con una foto mi?a y de Willy, posiblemente los u?nicos dos hombres que la quisimos de verdad. Y, desde luego, los dos que la quisimos ma?s. Durante toda la eternidad le sonreiri?amos en la oscuridad. Y quizás fue esta imagen, mientras retiraban la bandera y el atau?d descendi?a al fondo de la fosa, la que me supero?. Mi cuerpo sufrio? una convulsio?n, se me hundio? el mentón y empecé a llorar sin control, con las manos sobre la cara”.
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