Pocos días atrás, ocho venezolanos cruzaron la calle para tomar el autobús después de pernoctar en un centro para personas sin hogar, en Brownsville, localidad de Texas, zona fronteriza entre Estados Unidos y México. Esperando por el transporte público, una camioneta literalmente se los llevó por el medio.
El conductor homicida estuvo bajo los efectos de marihuana y cocaína, según varias fuentes. De amplio prontuario policial, le harán cargos por un delito culposo. No obstante, el asunto no está en precisar la naturaleza y los alcances del tipo penal, sino en la responsabilidad del régimen que domina por la fuerza a los venezolanos que en un elevado y alarmante porcentaje se ha visto obligado a salir del país; por cierto, abrigamos la convicción de una expulsión premeditada, sistemática y paciente, acaso, ideada una suerte de invasión masiva de los países desarrollados por los teóricos de la derecha o izquierda que, igual da, antioccidental.
Al igual que en Ciudad Juárez, México, donde falleció un número importante de paisanos encerrados bajo un voraz incendio, con conocimiento de los funcionarios de Inmigación, poco o absolutamente nada comentaron los voceros del sector oficialista por estas comarcas. Simplemente, no se sienten aludidos ni compelidos a balbucear un mensaje de condolencia, aunque ellos tampoco responden por la integridad física de nadie en el propio territorio nacional: dirán que todavía falta para que los hijos y nietos carguen con el sentimiento de culpa que algún día descubrirá el analista de turno, tratándose de victimarios desentendidos de un masivo flujo migratorio que nunca antes vimos, huérfanos de una narrativa que les sirva de pretexto.
Nada difícil de imaginar los costos y sufrimientos de los coterráneos que van tan lejos, faltando poco, para morir tan injustamente. Y en lugar de preocuparles su suerte, hay quienes acá plantean, planean e intentan quitarle lo que económicamente hagan más allá de la raya limítrofe, fruto de su trabajo, claro está, con excepción de los secretísimos cuentadantes, aquellos que tienen por natural gentilicio los paraísos fiscales.
El proyecto no lo enuncia un vocero calificado, o dueño del circo oficialista, sino que lo deja en manos de un “opositor” (muy bien entrecomillado), dándole la tarea de lanzar y dejar que corra el propósito de cobrar impuestos a todos y cada uno de los más de ocho millones de los nuestros que se fajan para ayudar a su familiares por aquellas y estas latitudes. Un globo de ensayo que mide el costo político de pechar que seguramente indignará a los propios funcionarios diplomáticos y consulares de un régimen que cuenta con sus privilegiadas cortes en el exterior.