El suicidio de Hitler y Eva Braun: balas, cianuro, una foto de su madre en la mano y la “fiebre erótica” del búnker

El suicidio de Hitler y Eva Braun: balas, cianuro, una foto de su madre en la mano y la “fiebre erótica” del búnker

Hitler y Eva Braun en el búnker de la Cancillería (Getty Images)

 

¿Estaba loco Adolf Hitler los días que precedieron al derrumbe del Tercer Reich, su sueño imperial que iba a durar mil años, y a su casamiento con Eva Braun, el 29 de abril de 1945, seguido del suicidio de ambos al día siguiente? La semana previa a los tres acontecimientos, caída del nazismo, casamiento y suicidio, celebración y muerte, afecto y destrucción, la actividad de Hitler fue intensa, disociada y extraña.

Por Infobae





En esos días, encerrado en el bunker subterráneo de la Cancillería, Hitler osciló entre el fervor y la depresión; pensó que la guerra podía ganarse cuando sobre esa misma Cancillería del Reich caían las bombas del Ejército Rojo que ya había tomado los arrabales de Berlín; también cayó en la certeza irremediable que le decía que la guerra estaba perdida; ordenó contraofensivas imposibles y demandó los informes de aquellas operaciones militares que jamás se cumplieron; redactó su testamento; decidió que iba a morir allí, en los sótanos de su imperio y que iba a quitarse la vida; supo que su mujer iba a unirse a su destino y decidió entonces casarse con ella; ordenó qué hacer con sus cuerpos, que debían ser quemados hasta que quedaran de ellos solo cenizas; destituyó a Hermann Göring, a quien había nombrado su sucesor y heredero, y al poderoso jefe de las SS, Heinrich Himmler, a quienes acusó de traición; nombró a un nuevo gobierno entre los escombros; acusó a los gritos de traidores y cobardes a los generales y mariscales que habían seguido sus órdenes; vio conspiraciones por todas partes, sobre todo entre quienes eran sus más fieles, todos encerrados en el bunker y dispuestos a compartir su suerte; aconsejó a algunos de sus hombres qué hacer para huir de Berlín; supo que el matrimonio Goebbels había decidido también matarse para no caer prisionero de los soviéticos; que antes de su suicidio, los Goebbels, matarían a sus seis pequeños hijos, la mayor de 12 años y lejos de poner alguna objeción a semejante crimen, regaló a Magda Goebbels, la mujer del jefe de propaganda del nazismo, su propia insignia dorada del Partido Nazi; permitió el reparto de cápsulas de cianuro a quienes las pidieran, como si se tratara de golosinas en un día de fiestas; se encerró largas horas en su habitación sin hablar con nadie y con la mirada clavada en un retrato de Federico El Grande; como temía incluso que el cianuro del que disponía no fuese efectivo o fuese falso, ordenó administrarlo a su perra “Blondi”, si había un ejemplo de fidelidad era ella, y a sus cuatro cachorros. Por fin, se casó en la medianoche del 29 de abril con Eva Braun y se mató junto a su esposa a las tres y media de la tarde del día siguiente.

El Reich y sus máximos responsables no eran en esos días un ejemplo de disciplina, fidelidad, coherencia y obediencia: todo eso había terminado con el avance del Ejército Rojo por el Este de Europa y el de los aliados por el Oeste. Y como siempre sucede, la derrota inminente había desatado el canibalismo político. Del bunker de Hitler y con diferentes excusas, había huido ya la plana mayor del nazismo, Göring y Himmler entre ellos. Incluso los mariscales y generales del viejo ejército imperial, que se habían dejado llevar de las narices durante años por un tipo que nunca llegó a sargento, habían dejado el bunker para atender sus obligaciones militares: en muchos, esas obligaciones ya no existían, simplemente escapaban mientras los disparos de la artillería soviética hacían temblar los cimientos del nazismo.

La mayoría de los fugados pretendía dos cosas: huir de la casi inevitable aprehensión por las tropas de la URSS, que tenía muchas cuentas pendientes con el nazismo, y negociar una paz honrosa, esa vieja ambición de los derrotados, con los aliados occidentales. Se presentarían ante ellos como caballeros de la guerra, para hablar con esos otros caballeros de la guerra. No tenían conciencia de la decisión que habían tomado los “tres grandes”, Winston Churchill, Iósif Stalin y Franklin D. Roosevelt, de juzgarlos como criminales de guerra luego de una rendición incondicional de Alemania: no había negociación posible. Roosevelt había muerto el 12 de abril, un hecho que Hitler tomó en medio del desastre como de buen augurio para su estrella en decadencia, y su sucesor, Harry Truman, seguiría centímetro a centímetro los compromisos adoptados por el anterior presidente de Estados Unidos.

La noche del 21 de abril, ocho días antes de su casamiento y a nueve de su suicidio, Hitler estuvo a punto de morir por un infarto después de ordenar al general Félix Steiner, comandante de la 5ª División Panzergranadier de las SS, que atacara el flanco norte de Berlín. A esa hora los rusos ya habían roto las líneas alemanas y no había ninguna posibilidad siquiera de un contrataque. Después de sus febriles órdenes, Hitler quedó exánime y uno de sus médicos personales, el doctor Theodor Morell, quiso reanimarlo con un medicamento inyectable. Hitler volvió a estallar, convencido de que sus generales querían drogarlo con morfina, subirlo a un avión y enviarlo a Salzburgo, Austria, la patria a la que había renunciado cuando era un joven agitador en Múnich.

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