En un camino de las afueras de la aldea Chapa Khana Mill, en la provincia pakistaní de Punjab, una simple piedra marcada con pintura blanca señala el lugar donde la noche del 16 de abril de 1995 fue asesinado un niño de 12 años.
Por Infobae
Cada tanto, todavía hoy, la piedra es vandalizada, como si se quisiera borrar esa huella, por lo que significa. Como si se pretendiera que Iqbal Masih – así se llamaba el niño asesinado – nunca hubiera existido. Por su historia y por lo que simboliza.
Porque en esos pocos años de vida, Iqbal Masih se convirtió en una suerte de Espartaco moderno que denunció las condiciones de trabajo esclavo a las que estaban sometidos – y todavía están – sometidos miles de niños en Pakistán.
Cuando tenía 10, se puso de pie en una exposición de alfombras de China, Pakistán e India que se realizaba en Estocolmo y gritó con su voz de niño:
— “Me gustaría decir este mensaje: ¡no compren alfombras. Son fabricadas por niños!”.
Fue dos años antes de su muerte.
Iqbal Masih había sufrido en carne propia lo que gritaba. Su propio padre lo había entregado cuando tenía cuatro años a un fabricante de alfombras para que lo esclavizara, como garantía del préstamo de la suma que necesitaba para pagar los gastos del casamiento de su hermano mayor.
Un pequeño esclavo más
El caso de Iqbal no era único. Era una costumbre tradicional en los sectores más postergados en las zonas rurales de Pakistán entregar a un hijo como garantía para un préstamo.
La mecánica era sencilla: el niño debía trabajar sin cobrar salario hasta que el padre terminara de pagar la deuda. Es decir, se trataba de un arreglo que, en principio, tenía un plazo. Pero ese plazo era imposible de cumplir, porque la deuda se acrecentaba mes a mes por los intereses, que llegaban incluso a superar el valor de los pagos, si es que se hacían.
Así, la situación no tenía salida.
Por otra parte, las condiciones de trabajo eran realmente de esclavitud. En muchos casos, los niños trabajaban entre ocho y doce horas diarias, encadenados a los telares, comiendo solo lo necesario para que no se desmayaran. Y esa comida, por valor de una rupia, también se sumaba a la deuda.
Ese ritmo de trabajo producía estragos en la salud de los niños. El roce continuo de los hilos del telar les agrietaba las manos y la inhalación del polvo de las fibras les afectaba los pulmones y les producía una tos que competía con el sonido de las máquinas. La mala alimentación derivaba en un raquitismo crónico y la misma posición, sin posibilidad de descanso, frente al telar, impedía la buena circulación de la sangre, sobre todo en las piernas.
A los diez años, Iqbal tenía las manos encallecidas como las de un campesino viejo, una tos seca que casi no le daba tregua y su cuerpo, poco desarrollado, parecía el de un niño mucho menor.
Era uno más entre decenas de miles de los que en el mundo del trabajo infantil paquistaní se llaman “los niños viejos”.
A mediados de la década de los ‘90 – cuando Iqbal vivía encadenado al telar de la fábrica – la Sociedad para la Protección de los Derechos del Niño (SPARC) paquistaní denunciaba que al menos ocho millones de niños trabajaban en el país, el 65% de ellos a tiempo completo.
“Las cifras podrían ser aún más altas, ya que sólo 25 de los 50 millones de niños en edad escolar acuden al colegio, y es posible que el resto esté trabajando”, explicaba Tracy Wagner Rizvi, portavoz de esa organización.
Iqbal era uno de ellos y tenía el cuerpo destruido. Lo que no habían podido esclavizarle era el espíritu de lucha, los deseos de rebelarse.
El niño militante
En 1993, durante uno de los fines de semana que podía visitar a su familia, Iqbal se topó con una reunión callejera del Frente de los Trabajadores del Ladrillo, otro de los sectores de la producción que, junto con obreros adultos, apelaban al trabajo infantil esclavo.
Escuchó como se quejaban de los bajos salarios y de las pésimas condiciones de trabajo y se sintió identificado. Pidió la palabra y le prestaron el altavoz. Con voz vacilante, a veces interrumpida por accesos de tos, contó lo que sufrían él y otros niños en la fábrica de alfombra. Habló de la escasa comida, del cuerpo que le dolía, del dolor en las piernas que no lo dejaba en paz, de las cadenas que lo ataban al telar.
Habló de tal manera que uno de los dirigentes del Frente de Liberación del Trabajo Forzado que asistía a la asamblea le propuso sumarse a la campaña que estaban iniciando para denunciar la esclavitud laboral infantil. Iqbal nunca volvió a la fábrica.
Se quedó a vivir en la casa de su tío en Chapa Khana Mill, donde le hicieron lugar en el estrecho dormitorio de sus dos primos.
No quería volver a la casa paterna, porque allí lo obligarían a regresar a la fábrica, porque la deuda de la cual era garantía viviente aún no había sido saldada. Por su ausencia, el padre de Iqbal debía pagarle todos los meses 500 rupias al fabricante de alfombras.
Apoyado por el Frente pudo ir por primera vez a la escuela – donde haría cuatro años del programa curricular en apenas dos – y también empezó a recorrer el país para contar con sus propias palabras las terribles condiciones en que vivían los niños sometidos a la esclavitud del trabajo.
Así, ese chico de diez años – con un cuerpo delgado y pequeños que lo hacía parecer aún menor – llamó la atención de los medios de comunicación, que lo bautizaron como “el niño militante”.
A fines de 1993, el Frente lo llevó a la exposición de alfombras de Estocolmo, Suecia, donde su denuncia causó horror.
Su segundo viaje fuera de Pakistán lo hizo a Estados Unidos en 1994. Allí recibió un Premio Reebok de Derechos Humanos.
“En esa oportunidad vivió su primer viaje en avión, pido tener una cámara Instamatic, hizo una visita con otros escolares en Boston, y la inimaginable promesa de que algún día podría asistir a una universidad. La Universidad de Brandeis se había comprometido a otorgar una beca de cuatro años a Iqbal cuando terminara sus estudios en Pakistán”, escribió Tim Ryan, dirigente del Centro solidario, una de las organizaciones que financiaron su viaje, al hacer una semblanza luego de la muerte de Iqbal.
Un disparo en la noche
La tarde del 16 de abril de 1995, Iqbal salió con sus dos primos, Faryad y Lyakat, a pasear en una única bicicleta por un camino arenoso en las afueras de la aldea. A las 8 de la noche, cuando ya estaba oscuro, un disparo de una escopeta de caza calibre 12 impactó en la espalda de Iqbal e hirió en la mano izquierda a Faryad.
Según la declaración de sus primos, tomada tres horas después por el inspector adjunto Ghulam Bari, de la estación de policía de Ferozwoala, Iqbal murió de inmediato y el autor del disparo huyó.
El relato que consta en el documento policial no parece el de dos niños y, además, está plagado de incoherencias.
La historia que allí se cuenta es que cuando estaban andando en la bicicleta, a la luz de la luna reconocieron a un agricultor llamado Ashraf, un campesino de pocas luces al que todos llamaban “Hero”, teniendo relaciones sexuales con un burro.
Según la supuesta declaración, al verlo los tres chicos se detuvieron y empezaron a gritarle e insultarlo. La reacción de “Hero” fue tomar su arma y dispararles, tras lo cual se subió los pantalones y escapó con el arma.
El informe dice también que cuando la policía fue al establo donde dormía “Hero” encontró la escopeta – que pertenecía al patrón del campesino – y que había sido disparado recientemente. También asegura que “Hero” reconoció que había disparado contra los chicos.
Los policías que se encargaron de transportar el cadáver a la comisaría de Ferozwala, a diez kilómetros del lugar del crimen, mostraron poco humanismo y poca profesionalidad. Envolvieron el cuerpo en una sábana y lo llevaron hasta la comisaría en un tractor. Lo dejaron en el hall del edificio, sobre un escritorio.
Para ellos y las autoridades judiciales paquistaníes, el caso estaba resuelto. En menos de seis horas. La autopsia, realizada apenas dos horas, estaba llena de inconsistencias. Una de ellas, flagrante: si los chicos dijeron que cuando “Hero” les disparó estaba frente a ellos, cómo las municiones calibre 12 habían impactado en la espalda de Iqbal.
Las dudas y la memoria
Al día siguiente, dirigentes del Frente de Liberación del Trabajo Forzado se presentaron para exigir una autopsia y la investigación del asesinato con la participación de abogados y peritos de la organización.
Las dudas se instalaron desde un principio. El martes 18 de abril, Dawn, el gran diario de Karachi, titulaba “Un niño militante asesinado” y en una nota de media columna planteaba que el caso presentaba muchas dudas. Estaba firmado, como era frecuente en los periódicos pakistaníes para los reportajes “delicados”, por un corresponsal. En el artículo de media columna se sugería que los motivos de la muerte no habían sido aclarados.
El intento de cerrar la investigación sobre la muerte de Iqbal quedó definitivamente desbaratado. El 19 de abril, cables de Reuters, Associated Press y France Presse informaron sobre el asesinato del “niño militante” y plantearon hipótesis que apuntaban a una “mafia” de los fabricantes alfombras paquistaníes que utilizaba trabajo esclavo infantil.
En Francia, Le Monde tituló en primera página “Martir en defensa de los niños” y Liberación se sumó con “Asesinato de un niño paquistaní”. Los dos periódicos descalificaron la versión oficial y señalaban una posible conspiración de empresario paquistaníes para matar a Iqbal.
La noticia del asesinato del “niño militante” recorrió el mundo, mientras en Pakistán se realizaban manifestaciones en todas las grandes ciudades.
La justicia de Pakistán nunca investigó seriamente – y mucho menos esclareció – las verdaderas circunstancias en que se produjo la muerte de Iqbal Masih.
Si la intención era que se lo olvidara, fracasó: en su memoria se instauró el 16 de abril como Día Mundial contra la Esclavitud Infantil.