Traudl Junge fue una fanática nazi que logró ser aceptada como colaboradora por el Führer. Así, conoció los secretos del hombre que mandó a matar a seis millones de judíos. Cuando Hitler se suicidó, huyó del búnker, cayó en manos soviéticas y luego norteamericanas. Pasó por un período de “desnazificación” y antes de morir el 12 de febrero de 2002 aceptó la verdad: “Era un criminal”
Fue una nazi convencida, le venía de la cuna, y estuvo fascinada por la personalidad de Adolfo Hitler. Fue su secretaria personal, una de ellas, entre 1942 y la tarde del 30 de abril de 1945 cuando, con un disparo en la cabeza, el Führer puso fin a su vida, al Reich y al delirio de un mundo tutelado por la raza aria, un chistecito que costó más de sesenta millones de muertos. Era una chica de veintidós años cuando Traudl Junge, que había nacido como Gertraudl Humps, entró de lleno a las entrañas del Reich todavía victorioso, que en sólo un par de años iba a derrumbarse como un castillo de arena.
Por Infobae
Tuvo acceso al Hitler íntimo, o a parte de su intimidad; le dictaba cartas que ella transcribía a máquina, con lo que tuvo acceso al pensamiento vivo y casi secreto de aquel hombre que todavía es en parte un gran enigma; en los últimos meses, ya bajo el bombardeo del Ejército Rojo, compartió almuerzos y cenas en aquel lúgubre búnker de la Cancillería, cuando Hitler se rodeaba de las escasas mujeres que lo acompañaban; sobre el final, él le dictó su testamento. Con Hitler carbonizado en los jardines de la que había sido sede de su poder, Traudl huyó de la Berlín destruida, fue prisionera de los rusos, pasó a manos americanas, se avino a un proceso de “desnazificación” o lo que fuere que eso signifique, y trabajó de nuevo como secretaria en algunas revistas alemanas, entre ellas “Quick”, e incluso despuntó el vicio del periodismo; de alguna forma se convirtió en escritora; en 2001, a sus ochenta y un años, y junto a su colega austríaca Melissa Müller, escribió unas memorias tituladas “Hasta el último momento – Bis zur letzten Stunde”, una especie de mea culpa en el que parecía reconocer sus errores de muchacha entusiasta y entusiasmada por el nazismo, que sirvió de base para “La Caída”, la película de Oliver Hirschbiegel protagonizada por Bruno Ganz. En 2002 filmó un documental, “El punto ciego”, de Othmar Schmiderer y André Heller, en el que dijo estar en paz con su pasado. El título del documental estuvo relacionado con la visión que, ya adulta, Traudl tuvo de sí misma y de su vida. “Cuando llegué al cuartel general, me dije que había llegado a la fuente de la información. Pero era un punto ciego. Es como en una explosión: hay un punto en donde reina el silencio”.
Traudl Junge murió el 10 de febrero de 2002, hace veintiún años. Es un enigma, uno más, en la historia de Hitler y del nazismo. Cuánto supo, cuánto dijo, cuánto calló, qué tan convencida estuvo de su nazismo, qué tan convencida estuvo de su desnazificación; de cuales hechos fue testigo, cuáles órdenes escribió dictadas por el Führer, qué tan en paz estuvo consigo mismo, es aún hoy un misterio. Algunos hechos echan algo más de luz sobre su vida. Pero, a menudo, la luz agiganta las sombras.
Traudl Junge nació en Múnich, la cuna del poder de Hitler, el 16 de marzo de 1920. Su padre, Max Humps, cervecero de profesión, teniente en la reserva del ejército, fue de los primeros miembros del NSDAP, el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán. Había formado parte del ultraderechista Freikorps Oberland, uno de los grupos paramilitares que habían combatido, armas en mano, a los comunistas ligados a la fallida experiencia de la República de Weimar. Participó del famoso “putsch” de la cervecería, una chambonada que le costó a Hitler unos meses de cárcel entre 1923 y 1924. En 1925, Max abandonó a su esposa Hildegard y a sus dos hijas, Traudl e Inge, se metió en las SS y llegó al grado de general en la reserva.
De manera que Traudl creció en la época del ascenso pleno del nazismo. Tenía trece años cuando en 1933 Hitler llegó al poder como canciller y ella se inscribió en la Liga de Muchachas Alemanas, una rama de las Juventudes Hitlerianas. También tenía como única aspiración un deseo juvenil y aplanado: quería ser bailarina, una meta que sólo estaba a su disposición en Berlín. Su hermana menor, Inge, lo había logrado. Traudl debió tener algún contacto con el nazismo, previo a su carrera como secretaria de Hitler: ya declarada la guerra, consigue dejar su trabajo en Múnich y trasladarse a Berlín bajo el amparo de Albert Bormann, hermano de Martin, el todopoderoso jefe nazi, brazo derecho de Hitler y de alguna manera monje negro del nazismo.
Traudl comprometió su vida en el fervor que rodeaba entonces a la Alemania victoriosa en la guerra europea, y que se había lanzado a conquistar la URSS. La cuñada de Albert Bormann, Beate Eberbach, era bailarina y trató de ayudar a Traudl a alcanzar su meta soñada y, hasta tanto, le consiguió un trabajo: sabía que en la cancillería del Reich buscaban una secretaria y la colocó entre los postulantes. Es probable que los hermanos Bormann hayan hecho el resto, en especial Albert, que era jefe de la cancillería privada de Hitler. Lo que buscaba el Reich era una secretaria de confianza para el Führer.
En sus memorias, Traudl adjudicó la posibilidad de ser secretaria de Hitler a un regalo de la diosa fortuna. El hecho fue que en diciembre de 1942, fue Adolf Hitler en persona quien tomó la prueba de admisión a su futura secretaria. Fue en uno de los ambientes fríos y desangelados del Cuartel General de Hitler en Prusia Oriental, conocido como “La guarida del Lobo”. Las cosas ya no iban bien para el ejército alemán que peleaba en el frente oriental: Stalingrado estaba a punto de ser reconquistada por los rusos y el curso de la guerra estaba por darse vuelta para siempre.
Hitler sintió simpatía, si eso era posible, por Traudl: la chica era joven y bávara; venía de Múnich, ciudad a la que Hitler consideraba su cuna política y la capital del movimiento nacionalsocialista. Además del fervor geográfico, Traudl era hábil frente a la máquina de escribir y ante ese desafío arduo y penoso de transcribir palabras a la velocidad y con la precisión de quien las dicta.
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