Fue jefe de seguridad del Führer, que lo envió a conquistar el norte de África ante la debacle de las tropas italianas. Luego de un éxito inicial, fue vencido por el mariscal Bernard Montgomery. Involucrado en un fallido complot para acabar con el Tercer Reich ante la inminente derrota nazi, tuvo un final horrendo.
Por infobae.com
El nombre se perdió ya casi en el desierto: El Agheila. Lo taparon las tormentas de arena, el rugido de los tanques de guerra, el bombardeo de los británicos, la feroz resistencia alemana y el humo de los incendios, el olor ferroso de la sangre, el grito de dolor de los heridos y el silencio de los muertos.
El 14 de diciembre de 1942, hace ochenta años, las antes victoriosas tropas alemanas que encabezara el prestigioso mariscal Erwin Rommel, que se había bien ganado el apelativo de Zorro del Desierto, llegaron a El Agheila con el espanto de la huida en las mochilas. Se había dado vuelta el viento y lo que había sido victoria era ahora una derrota que anticipaba un peor destino. De hecho, al mes siguiente, en enero de 1943, el poderoso ejército alemán que había invadido la Unión Soviética, caería vencido en Stalingrado y, de ahí en más, en dos años, el Tercer Reich que iba a durar mil y a ser el dueño de Europa asistiría impotente a la destrucción de Alemania.
“Mussolini ha perdido muchísimo prestigio”, dijo Joseph Goebbels a finales de enero. Era un responso. Lo era también para los ciento treinta mil italianos prisioneros de los ingleses en Libia y era un alerta para el fantasma de la derrota al que Hitler quería ponerle fin. Llamó a Rommel y lo mandó a África para salvar para el Eje lo que se llamaba entonces la “Tripolitania”, por la capital de Libia, Trípoli. Y Rommel fue, con lo puesto porque el Führer precisaba armas y equipos para su guerra casi personal con Iósif Stalin en la codiciada Rusia.
En sólo seis meses, Rommel y su cuerpo expedicionario que se ganó otro nombre de leyenda, “Afrika Corps” dio vuelta la guerra. El 21 de junio de 1942 llegó a Berlín la noticia inesperada que anunciaba la recuperación de la estratégica ciudad de Tobruk para el Reich. Rommel lo había hecho mediante espectaculares maniobras tácticas, había tomado treinta y tres mil prisioneros aliados y un sensacional botín de armas, vehículos y alimentos. Es verdad que el ejército británico estaba equipado también con lo puesto y dirigido con cierta torpeza: la de África era una guerra lejana, casi ajena a Europa, excepto para Alemania que ahora veía abiertas las puertas para dominar Egipto. Mussolini también se entusiasmó y pensó, pidió también, que Alemania colaborara con Italia en la invasión de la isla de Malta. Pero Hitler lo dejó de lado y respaldó a Rommel en su idea de llegar al Nilo.
Churchill miró la lejana guerra africana y la acercó a Europa: dominar la costa norte de África, Libia, Egipto, Túnez, facilitaría una invasión a Europa a través del Mediterráneo. Reforzó entonces sus endebles ejércitos, con la ayuda de los americanos que cedieron varias dotaciones de tanques Shermann, en reemplazo de los un poco vetustos blindados ingleses, y nombró al mariscal Bernard Montgomery como comandante de su fuerza expedicionaria en el norte de África.
Fue en África que la guerra empezó a girar contra Hitler, que tenía toda su esperanza, ya escasa, puesta en una cada vez más improbable victoria en Rusia. Rommel padecía la escasez de fuerzas, equipamiento y municiones. Igual, a finales de agosto de 1942, inició una ofensiva casi desesperada desde El Alamein, camino del vital Canal de Suez, que se detuvo, chocó contra los británicos mejor, apenas iniciada, el 2 de septiembre. Todo ese mes decisivo en África, el Zorro del Desierto lo pasó de batalla en batalla, en una campaña de hostigamiento hacia un enemigo que se le venía encima con una moral recuperada, con más armas, más tropas y más equipamiento.
Rommel fue sincero con Hitler cuando se vieron el 1 de octubre: le describió el duro panorama del desierto africano y el peligro de que esa guerra fuese ya una guerra perdida. El general alemán había viajado a Berlín para recibir de manos del Führer su flamante bastón de mariscal de campo. Era uno de esos ascensos que Hitler daba a los condenados, como si los símbolos pudiesen suplir a los elementos. Meses más tarde haría lo mismo con el casi derrotado general von Paulus, a punto de rendir su poderoso ejército en Stalingrado: recibió su ascenso a mariscal y la orden de combatir hasta la muerte.
Lo que Rommel vio en su viaje a Alemania, le reveló más que los informes de guerra del Estado Mayor alemán y mucho más de lo que Hitler había estado dispuesto a confiarle. Los bombardeos aliados habían dejado en ruinas ya buena parte de Múnich, Bremen, Düsseldorf y Duisburg, ante los ojos socarrones, cargados de falso optimismo del propio Hitler que decía que el enemigo “nos alivia el trabajo: destruye los edificios que deberíamos derribar de todos modos para llevar adelante la planificación urbana mejorada de la posguerra”. Rommel supo entonces lo que Hitler ya sabía: la guerra estaba perdida. O había empezado a perderse.
El 23 de octubre los británicos lanzaron su ofensiva para reconquistar El Alamein. Rommel estaba en Alemania, con permiso especial por enfermedad, y fue enviado de urgencia para evitar un desastre que era inevitable. Contraatacó el 2 de noviembre, pero fue el canto de un cisne ahogado por la arena del desierto. Envió entonces un informe a Hitler en el que le pintaba con fiereza el tremendo presente y el oscuro futuro. Hitler calificó el informe de “deprimente”, perdió la fe en su flamante mariscal de campo y le envió como respuesta un telegrama terrible: “En la situación en la que se encuentra usted, no puede haber más alternativa que aguantar, no ceder ni un paso y emplear en el combate todas las armas y soldados disponibles”. Era justo lo que Rommel no tenía: ni armas, ni soldados. Hitler prometió unos refuerzos que nunca llegarían porque ya Alemania estaba escasa de armas y soldados, y selló su telegrama con un gesto de desesperado voluntarismo: “No sería la primera vez en la historia que la voluntad más fuerte triunfase sobre batallones enemigos más fuertes. Pero no puede usted ofrecer a sus tropas otra vía que la victoria o la muerte”.
Rommel, que en verdad era un zorro y no sólo en el desierto, había ordenado la retirada de sus tropas antes de que llegara a sus manos el telegrama del Führer que había sospechado y adivinado casi palabra por palabra. En otros tiempos, semejante insubordinación le hubiese costado su carrera militar y acaso la vida: esa suerte habían corrido a principios de ese 1942 los generales que se atrevieron a contradecir las órdenes cada vez más descabelladas de Hitler. Si algo salvó a Rommel, fue su prestigio y su condición de héroe militar acendrada ya en el pueblo alemán. Montgomery terminó por expulsar al Afrika Corps de Libia en enero de 1943: El Agheila fue apenas una escala en aquella precipitada huida, que es el nombre real que suelen ocultar en las guerras las esquivas retiradas estratégicas.
El 25 de julio de 1943, seis meses después de la derrota en Stalingrado, con África en manos aliadas y las tropas rusas en el inicio del largo camino a Berlín, el histriónico socio italiano de Hitler, Benito Mussolini, fue barrido del poder y asesinado por los partisanos cuando intentaba escabullirse a la Suiza neutral. Hitler decidió que Rommel fuese enviado a Italia para imponer cierto orden en el norte de ese país, ante el caos que siguió a la caída del fascismo y a los duros días que se avecinaban tras la invasión aliada a Sicilia, quince días antes de la caída de Mussolini.
Sin embargo, espoleado por Göring, un maestro en el arte de la insidia, la calumnia y la emboscada, Hitler ya había dejado de confiar en Rommel, en su valor y en sus condiciones militares. Por su parte, Rommel había dejado ya de confiar en Hitler y en su alocado genio militar que alguna vez lo había admirado. Fue entonces cuando algunos jefes militares que conspiraban contra Hitler, o planeaban una conspiración, o concebían el derrocamiento del Führer, o su desplazamiento, o su prisión, ¿acaso también su muerte? para salvar a Alemania de la derrota y la destrucción, se pusieron en contacto con Rommel. ¿Tendría a bien el señor mariscal conversar con ellos?
¿Quién era Rommel? ¿Cómo se había forjado aquella personalidad legendaria en vida ensalzada por la propaganda nazi, pero también por los aliados? De hecho, era Rommel el militar con el que Churchill se hubiese sentado a dialogar una vez lograda la rendición incondicional del Tercer Reich. Los estudiosos terminaron por definir a Rommel como una figura apolítica, un comandante brillante y una víctima del nazismo. Fue todo eso, menos apolítico. Tenía ambiciones, cierta idea de Alemania y esperanzas en un futuro de posguerra, duro pero reparador, que lo tuviera como protagonista. Su figura fue rescatada en la posguerra como un elemento conciliador entre los antiguos enemigos y la Alemania Occidental, nacida luego de la división trazada al final de la guerra que dejó a la mitad del país en manos soviéticas hasta 1989.
Había nacido en Heidenheim an der Brenz, un pueblito vecino, a cuarenta y cinco kilómetros de Ulm, en Wurtemberg, un territorio histórico en el suroeste alemán. Fue el segundo de cinco hijos de un profesor de matemáticas, Erwin, y de Helene, ambos protestantes, hija de un ex gobernador civil de Ulm. No tuvo de chico, la personalidad de un guerrero: “Era muy dócil y amable; bajito para su edad, hablaba con lentitud y después de reflexionar unos instantes. Tenía buen carácter, era amistoso y no se asustaba ante nada”. Estudió en el colegio que empezó a dirigir su padre en 1898 donde, citan sus apologistas, mostró dotes de superdotado: se aburría en clases, no mostraba interés por las materias y aprobaba cada año sin esforzarse mucho. Era discreto, sobrio, parco y algo distante de sus compañeros.
Estalló en la adolescencia, Se convirtió en una bomba de energía, devoto de los deportes; una tromba que llegó a armar con un amigo un modelo de planeador tamaño natural. Quiso estudiar ingeniería, pero su padre se opuso. Entonces el chico se alistó en el ejército imperial para ser artillero o integrar el cuerpo de ingenieros. No hubo sitio para sus aspiraciones, así que se metió en la infantería, debió operarse de una hernia inguinal y por fin, el 19 de julio de 1910 se incorporó al 124 Regimiento de Infantería como cadete: tenía dieciocho años.
La disciplina prusiana imponía entonces un axioma basado en el sentido común: quienes aspiran a mandar tropas, tienen primero que aprender a obedecer, de manera que el aspirante a oficial pasó un año como soldado y se graduó en 1912. Ya había conocido entonces a Lucie María Mollin, hija de un terrateniente prusiano que fue su novia primero y su mujer para toda la vida después: se casaron en 1916, durante la Primera Guerra Mundial también con cierta oposición familiar: la chica era católica. Empezaron entonces una correspondencia fluida y constante, una carta casi todos los días, que se prolongó hasta la muerte de Rommel y que su viuda atesoró. Tuvieron un único hijo, Manfred, que nació en 1928.
Fue un héroe de la Primera Guerra, condecorado con la Cruz de Hierro de segunda clase. Sin aspiraciones filosóficas, acuñó una frase que resume el espíritu de las trincheras y que incluyó en sus memorias: “En el combate cercano, la victoria es de aquel que tiene una bala de más en el cargador”.
Peleó en los campos de Francia, fue un tipo arriesgado, osado y valiente, al que le enrostraron su audacia y el “tomar iniciativas temerarias en el campo de batalla”, mientras lo condecoraban con la Cruz de Hierro de Primera Clase. También luchó de igual forma en Rumania y en Italia hasta que el 31 de diciembre de 1917 fue nombrado ayudante de campo del Estado Mayor, lo que implicó que el campo de batalla se había terminado para él y que sus funciones ahora serían casi administrativas. Eso lo enfureció y no supo ver que sus jefes cuidaban de él como de un diamante.
En el período entre guerras fue instructor de tropas de combate. Cuando Hitler llegó al poder, en 1933, Rommel era jefe de batallón de un regimiento de infantería de montaña. En la Pascua de 1935, ya con el nazismo lanzado a la conquista del poder total en Alemania, Hitler fue a presidir un acto militar en el que el regimiento de Rommel formaría frente al Führer, pero detrás de las SS que, según las normas, se encargaban de la seguridad del jefe del Estado. Rommel se encabritó; dijo que no iba a formar a sus hombres si Hitler no se sentía seguro frente a ellos. Intervinieron Joseph Goebbels, jefe de propaganda del nazismo y Heinrich Himmler, jefe de las SS, que no aparecieron en el acto. El Führer felicitó a Rommel, tendió su tela de araña y el 1 de agosto de 1939, un mes antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, lo ascendió a mayor general y lo hizo su jefe de seguridad.
¿Adhirió Rommel al nazismo y a Hitler? Sí, lo hizo. Era imposible una carrera militar, o cualquier otra, sin una cuota abundante de devoción, deferencia y lealtad. El servilismo podía ser optativo, aunque se agradecía también, y se premiaba. Como jefe de seguridad de Hitler, Rommel tuvo contacto diario con el Führer y, según los biógrafos que lo ensalzan, Rommel vio en Hitler a un jefe seguro de sí mismo, de enorme valor personal, con claras dotes de mando, que ejercía un liderazgo sin fisuras y una disposición clara de seguir sus impulsos ante los consejos más conservadores de los jefes del Estado Mayor General.
Es una visión romántica de la personalidad de Rommel. Su agudeza, su experiencia militar, su ingenio y su talento, incluida su intuición, hacían casi imposible que no distinguiera los rasgos paranoicos de Hitler, su obstinación, su irracionalidad, sus planes de dominar Europa primero y el mundo después, sus ataques de histeria que se agudizarían en el curso de la guerra, su desprecio hacia la vida humana, incluida la de los propios soldados alemanes. Rommel padecería todo eso en su campaña en el Norte de África. ¿Sabía Rommel, ya avanzada la guerra, del asesinato de millones de judíos, de comunistas, de homosexuales, de opositores, de Testigos de Jehová, de gitanos en los campos de la muerte? Sus biógrafos sostienen que no. Que lo supo una vez envuelto en el complot contra Hitler, ya entrado 1944 y poco antes de la invasión aliada a Normandía. El Führer le había encargado la defensa de la costa europea y cuando se produjo la invasión, Rommel estaba de visita en Berlín, viajó de urgencia para organizar la defensa imposible ante el aluvión de la más gigantesca armada desplegada hasta entonces en un campo de batalla.
¿Qué tan envuelto estuvo Rommel en el complot contra Hitler? Probablemente dio su consentimiento, sin pensar en su eliminación física, aunque sí debe haber dado por sentado su derrocamiento y su envío a prisión y, con él, toda aquella jerarquía nazi empeñada en la tragedia wagneriana de la autodestrucción. El 20 de julio de 1944, quince días después de la invasión a Normandía, el conde Klaus von Stauffenberg colocó a los pies de Hitler una poderosa bomba de tiempo de la que sólo había podido activar la mitad, el destino del Führer y el de Rommel quedaron sellados. Hitler salvó su vida de milagro, quedó maltrecho pero sintió que la Providencia le había evitado la muerte. Y Rommel quedó al descubierto cuando algunos de los complotados, hechos jirones en las mesas de tortura de las SS, revelaron el grado de adhesión del mariscal.
Todos los complotados, que se lanzaron a tomar el poder en Berlín sin saber que Hitler había salido vivo del atentado, fueron ejecutados en las primeras horas que siguieron al golpe fallido. En los días siguientes las SS ejecutaron a más de siete mil personas, muchas juzgadas en parodias de juicios penales. A Rommel, un héroe nacional, le ofrecieron un suicidio por honor. No le dieron a elegir la pistola, como correspondía a los jefes militares, sino el infamante cianuro; a cambio le prometieron funerales de estado y un entierro con honores. Si no aceptaba, sería sometido a juicio, condenado, ejecutado y su familia perseguida y enviada a los campos de exterminio, al igual que todos los oficiales de su Estado Mayor y sus familias.
Rommel eligió el cianuro, como si pudiese haber elegido otra cosa, y se mató el 14 de agosto de 1944 en el interior de un auto de las SS, a pocos minutos de su casa familiar, en Ulm, y bajo la vigilancia de los generales Wilhelm Burgdorf, jefe de personal del Ejército alemán a órdenes directas de Hitler y Ernst Maisel, su segundo. Un monolito de piedra recuerda hoy el sitio del suicidio. Ocho meses después, Hitler se había suicidado en el sótano de la Cancillería, los rusos habían tomado Berlín, la bandera roja de la hoz y el martillo ondeaba en lo alto de la sede del poder nazi, Alemania estaba destruida y los campos de concentración liberados por rusos y americanos empezaban a desgranar el horror del nazismo, un espanto nuevo, hasta entonces imposible de imaginar.
Sepultado ante tanto horror, oculto bajo las arenas del desierto inclemente, había quedado El Agheila, la ciudad costera de Libia adonde Rommel llegó hace ochenta años en plena retirada y con la certeza de que su buena estrella empezaba a declinar. Nadie recuerda ya El Agheila. Los nombres de la derrota son presa fácil para el olvido.