Fue toda una hazaña. El 3 de diciembre de 1967, Christiaan Barnard un médico sudafricano colocaba en el pecho del lituano Louis Washkansky, de 56 años, el corazón latiente de Dénise Darvall, de 25 años. La fama mundial del cirujano, la ruptura de tabúes y las polémicas generadas a lo largo de su brillante carrera. Los héroes desconocidos de esta historia que revolucionó la ciencia
Fue el mundo el que detuvo su corazón por un minuto. La ciencia, el ser humano, ese ensueño universal que se da en llamar civilización, habían traspasado una frontera. Un hombre había tomado el corazón con vida de Dénise Darvall, una chica de veinticinco años con muerte cerebral, y lo había implantado en el hueco del pecho dejado por el corazón casi muerto de un hombre, Louis Washkansky, de cincuenta y seis. El corazón de una persona, latía en otra.
Por Infobae
El 3 de diciembre de 1967, hace sesenta y seis años, el primer trasplante de corazón realizado por el médico sudafricano Christiaan Barnard revolucionó la ciencia, la vida cotidiana, la dudosa comprensión que tenemos de la muerte, la poesía y el concepto de lo único. Contaba Barnard que cuando tomó el corazón de Dénise, lo puso en el pecho de Washkansky y se dedicó a suturar la delicada operación con la ayuda de su equipo médico, pensó: “¡Dios mío! ¡Esto va a funcionar…!” Enseguida, el anestesista anunció la evolución del ritmo cardíaco del paciente: cincuenta, setenta, setenta y cinco y, media hora más tarde de la última puntada, cien. Barnard se quitó los guantes y pidió una taza de té.
Todavía no se sabía con certeza, pero el trasplante de corazón, el primero en el mundo, había abierto un amplísimo campo a la cirugía cardiovascular, había abonado las raíces esenciales para la prolongación de la vida, había cambiado el concepto de la muerte que ya no llegaría cuando el corazón dejaba de latir, sino cuando el cerebro dejaba de funcionar; también había abierto el camino todavía intransitado de la donación de órganos, había derrumbado los tabúes que hablaban de las diferencias entre el hombre y la mujer porque era el corazón de una mujer el que latía en el pecho de un hombre; y en un país como Sudáfrica, hundido en aquella guerra racial que se dio en llamar, con hipócrita decoro “apartheid”, le dio un cachetazo al racismo: los riñones de Dénise fueron a dar al cuerpo de Jonathan Van Wyk, un chico de diez años de la etnia Khoi, conocida también como Hotentote. Y Dénise era blanca.
Barnard se cargó de paso con cierto romanticismo eterno que ponía al corazón como cuna del amor, de la pasión, de la generosidad, descubridor y fundador de emociones, tristezas y nostalgias y arcón de los recuerdos más queridos. Ya no. El famoso corazón ahora era un músculo, un pequeño motor reparable y, en todo caso, descartable y susceptible de ser cambiado por otro. No fue ese arrasar con mitos y creencias el que le dio a Barnard fama mundial, sino el trazo firme y delicado de sus manos casi milagrosas, las que habían tomado el corazón palpitante de Dénise. El héroe Barnard tapó a los otros dos héroes de la historia: la donante y el receptor. La historia es muy anterior a 1967.
Louis Washkansky era un lituano que había nacido en 1913 en Kaunas, en el centro del país, ciudad famosa por el castillo medieval que le da nombre. Emigró muy chico a Sudáfrica, trabajó de todo y desde los diez años vivió en Ciudad del Cabo. Peleó la Segunda Guerra en África del Norte y en Italia. Era un tipo corpulento amante de los deportes rudos como el fútbol, elásticos como la natación o briosos y denodados como el levantamiento de pesas. Aquel cuerpo de guerrero tenía sin embargo un núcleo endeble: Washkansky era diabético y padecía una afección coronaria diagnosticada entonces como incurable. Sufrió tres infartos de miocardio; el tercero lo llevó al borde de la muerte y lo dejó allí, en lista de espera, con una grave insuficiencia cardíaca.
En abril de 1966, Washkansky visitó el Hospital Groote Schuur y después de un examen inicial a cargo del profesor Barry Kaplan, fue derivado a las manos de Barnard, que hizo infinidad de pruebas de laboratorio y concluyó, y así lo dijo al paciente, que no había nada que alguien pudiera hacer para salvarle la vida. Iba a morir cuando la muerte quisiera. En enero de 1967, Washkansky volvió al Groote Schuur por una dolencia más grave que la anterior. El cardiólogo Mervyn Gotsman practicó una cateterización cardíaca que confirmó los peores diagnósticos. De nuevo Washkansky fue derivado a Barnard por si era necesario operar. ¿Necesario? Era imprescindible.
Dénise Darvall no debió morir el 2 de diciembre de 1967. Tenía veinticinco años, un hermanito de catorce, unos padres fantásticos y una vida sin dramas, excepción de la reciente operación de estómago de Edward, el jefe de familia. Ese sábado, el conductor alcoholizado de un enorme camión atropelló a los Darvall: la madre, Myrtle, murió en el acto, Dénise sufrió fractura de cráneo y otras heridas igualmente graves en la cabeza y llegó al hospital Groote Schuur con muerte cerebral. Intentaron salvarle la vida los médicos Coert Venter y Bertie Bosman, pero fue inútil. A las nueve de la noche la declararon muerta. Bosman, entonces, se acercó a Edward, de sesenta y seis años, que estaba sedado porque había perdido en un segundo a la mitad de su familia, y explicó a aquel padre desolado que en ese hospital había un hombre al que podían ayudar: era Louis Washkansky. ¿Podía pensar el señor Darvall en que el corazón de su hija fuese trasplantado a otra persona? Al papá de Denise le tomó cuatro minutos decidirlo. Dio el permiso incluso para que fuesen trasplantados los riñones de su muchacha al chico de la etnia Khoi.
Los cirujanos enfrentaron un serio problema ético. Hasta entonces, muerte significaba “todo el cuerpo”. Los criterios de “muerte cerebral” no fueron desarrollados en Harvard sino hasta el año siguiente al primer trasplante de corazón a cargo de Barnard. El pequeño drama, también moral, de los médicos era que si bien Dénise estaba “muerta”, su corazón latía aún. Y estaba sano. Surgieron luego muchas controversias sobre cómo se produjo la “muerte” de Dénise y por qué nadie esperó a que su corazón dejara de latir. El hermano de Barnard, Marius, reveló cuarenta años después que, a instancias suyas, el profesor Barnard había inyectado potasio en el corazón de Dénise para que dejara de latir y para que pudieran declararla “técnicamente muerta”. A la una de la mañana del domingo 3, Barnard y su equipo empezaron a operar a Washkansky.
El otro gran héroe de esta historia, Edward Darvall, el padre de Dénise, era un hombre singular. Rechazó toda publicidad sobre su caso, el fatal destino de su familia y su decisión de donar los órganos de su hija. El día del funeral de su mujer y Denise, 6 de diciembre, pidió que enviaran donaciones a la unidad cardíaca del Groote Schuur, que ya era un hospital famoso en todo el mundo gracias a Barnard y a su trasplante. Tiempo después hizo algo más. Fue al juicio en el que iba a ser condenado por asesinato el conductor del camión que, borracho, había consumado la tragedia. A través de su abogado pidió al juez que mostrara la mayor misericordia con el acusado. El juez lo hizo, y dijo en su sentencia en referencia a Edward: “La trágica muerte de su hija no fue una muerte sin sentido, sino que benefició a la humanidad”. Edward Darvall murió tres años después, en 1970, fue cremado y sus cenizas enterradas junto a las de Myrtle y Dénise.
Sin saber nada de tragedias y cementerios, Washkansky despertó con un corazón nuevo y de muy buen humor de la larguísima operación, nueve horas, que lo había tenido como protagonista anestesiado. Treinta y tres horas después de salir del quirófano, se enfrentó con Barnard: “Me habían prometido un corazón nuevo”, le dijo. Y Barnard: “Usted tiene un corazón nuevo”. Washkansky no abandonó su sonrisa casi estruendosa cada vez que lo enfocaba una cámara o un micrófono. La primera entrevista, cuatro días después de la operación, la dio a una radio sudafricana: el micrófono fue esterilizado, el periodista se quedó del otro lado de la puerta mientras miraba al paciente por un cristal, para no correr el riesgo de infectar al trasplantado. Washkansky había bautizado al profesor Barnard como “El hombre con las manos de oro”, y él mismo había sido bautizado por los medios como “El hombre con el corazón de chica”.
Contento con su vida nueva terminó por ser un paciente excepcional por su vitalidad y su sentido del humor: el chico mimado de la prensa mundial, mientras Barnard, un prestigioso y desconocido cardiocirujano de Ciudad del Cabo, se convertía en ciudadano del mundo. En esos días de ajetreo y de focos encendidos, Washkansky, que también era objeto de estudio por parte de la medicina en general, recibió a un médico francés que le habló de la admiración que su caso había despertado en París. “Bueno, -confió al periodista con un guiño- dígales a los parisinos que hagan una colecta para regalarme el pasaje en avión, e iré a verlos”. No tuvo tiempo. Murió dieciocho días después del trasplante por una neumonía provocada tal vez, además de por su fragilidad, por los inmunosupresores aplicados para evitar el rechazo del corazón de Dénise, que latió firme y seguro hasta el final.
La química destinada a evitar el rechazo de órganos estaba casi en pañales, hasta la asepsia era algo precaria y elemental hace sesenta años, y los instrumentos quirúrgicos no tenían la precisión y el desarrollo técnico de los de hoy. La hazaña de Barnard fue la de los pioneros. Y la repitió. “Nunca me sentí tan solo como la mañana en la que murió Washkansky”, diría años después, pero a doce días de su muerte, como si estuviese impulsado por la desdicha, Barnard hizo su segundo trasplante. Esta vez extrajo el corazón de un joven negro de 24 años, Clive Haupt, muerto por un ataque cerebral, y lo colocó en el pecho del odontólogo sudafricano Philip Blaiberg, desahuciado también por una lesión cardíaca irreversible. Blaiberg vivió algo más de un año y medio con el corazón de Haupt.
Tenía el mundo a sus pies, y gran parte de la comunidad médica en su contra. Además de sus méritos como cirujano, el gran motor de Barnard fue la audacia, el atrevimiento al que sus críticos llamaron temeridad. Su hazaña no fue recibida como tal por buena parte de sus colegas, que le criticaban una búsqueda de fama, de notoriedad y de prestigio que dejaba de lado la cautela y la prudencia más elementales y hasta el rigor del método científico; lo calificaron de irresponsable porque había asegurado a sus pacientes una certeza de éxito que él mismo no tenía; le reprocharon que hubiese pasado por alto la posibilidad de rechazo del órgano trasplantado ante la falta palpable de una química que los evitara.
En la otra costa, los científicos que lo admiraban celebraron lo contrario: que hubiese dado el salto de la experimentación con animales, al ensayo en seres humanos, el que por fin, hubiese salido a la luz un antiguo debate sobre la muerte cerebral y el gran paso dado por Barnard que, decían, era el primero de un gran adelanto de la ciencia en beneficio de la humanidad. Muchos de sus colegas cardiocirujanos copiaron el “método Barnard”, aunque la alta tasa de mortandad hizo que en los años siguientes los trasplantes de corazón quedaran suspendidos, demorados y cuestionados.
Barnard ni siquiera se había planteado ser cirujano y desconocía el tesoro que encerraban sus manos: su extraordinaria habilidad quirúrgica. Se había perfeccionado en Estados Unidos como cirujano general, hasta que se interesó por las técnicas flamantes de operaciones a corazón abierto. Sus maestros fueron los prestigiosos Owen H. Wangesteen, que le reveló en parte los misterios de la ciencia cardiovascular, y el cirujano Norman Shunway que lo metió de lleno en la práctica de trasplantes de corazón en animales. A su regreso a Sudáfrica, Barnard fue nombrado jefe de Cirugía Torácica del Groote Schuur.
Quienes sugerían que Barnard sólo buscaba fama, ese animal peligroso y esquivo, celebraron la deriva que tomó la vida del cirujano, que tenía cuarenta y cinco años cuando operó a Washkansky y que, de ahí en más se lanzó a una especie de tour de force de sexo, aventuras amorosas, codeos con famosos, y con famosas, fotos en las revistas del corazón, conferencias en universidades célebres y paso seguro sobre las mullidas alfombras rojas, otro animal esquivo y peligroso. Se convirtió en un play boy, que en los años 60 y 70 significaba mucho, casi lo que implica hoy ser un influencer.
Era un tipo muy atractivo, de fuerte personalidad, con ojos curiosos e inquisitivos de un azul profundo, y una sonrisa de chico que rompió muchos vidrios en su infancia, metida en la cara de un profesional que sacaba y ponía corazones de los pechos humanos. En 1970 se separó de su mujer, Aletta Gertruida Louw, después de dos décadas de matrimonio y dos hijos, André y Dreide. André, médico pediatra, se suicidó a los treinta y un años con una sobredosis de heroína en 1984, catorce años después del divorcio de sus padres y a causa de eso, según su psiquiatra y según el propio Barnard. Se casó enseguida con Bárbara Zoellner, que en 1970 tenía diecinueve años, la misma edad del hijo mayor de Barnard. Zoellner era hija de un millonario alemán del acero, Frederick Zoellner, asentado en Johannesburgo. Tuvieron dos hijos, Frederic y Christian Jr, y se separaron doce años después, en 1984. Él intentó hacer, o rehacer, su vida junto a la modelo Evelyn Entleder que tenía veinticuatro años, él tenía sesenta y dos, y que lo abandonó poco después. Los clarines de Barnard nunca tocaron a retirada y se volvió a casar con una joven modelo austríaca, Karin Stetzkorn, cuarenta y un años menor, con quien tuvieron dos hijos: Amín, que nació en 1989 y Lara, que nació en 1997. Karin también abandonó al célebre cirujano.
Tres matrimonios, seis hijos y unas correrías que incluyeron bailes con Grace Kelly en el témpano sin sosiego del palacio de Mónaco; unas correrías con Gina Lollobrigida y unos escarceos con Sofía Loren de los que el propio Barnard dio cuenta en su libro autobiográfico The second Life (La segunda vida). Aquella era una carrera como la de un hámster en su rueda: Barnard pugnaba por que la fama no lo dejara al costado del camino y la fama no quería perder un bocado tan preciado como él.
Siempre que pudo, visitó la Argentina. Y pudo unas cuantas veces. Siempre se encontró con René Favaloro a quien reconocía como una eminencia. Decía que la técnica del by pass creada por Favaloro había salvado más vidas que su técnica de trasplante de corazón. Todavía las salva.
El gran Barnard, el hombre audaz y controvertido que, al decir de uno de los médicos de su equipo: “Era un cirujano brillante y una buena persona; pero renunció a las dos cosas cuando se entregó a la copa venenosa de la autopromoción”, guardaba un secreto recóndito y casi fatal, una emboscada del destino: padecía artritis desde 1956. Era una artritis reumatoide que, tarde o temprano, le iba a cerrar para siempre las puertas de los quirófanos. Cuando operar se hizo imposible, se retiró en un cauto silencio impensable en aquel trueno, para coordinar equipos de cirugía, manejar su granja de ovejas y escribir libros como el que retrataba su mal: Cómo vivir con artritis.
En 2016, quince años después de su muerte, se conoció una parte del lado oscuro del gran cirujano, cuando Annie Kuster, que entonces era representante (diputada) demócrata por el estado de New Hampshire, Estados Unidos, reveló que en 1979, cuando ella tenía veintitrés años y trabajaba como asistente en el Congreso, su jefe la había invitado a una cena “con un invitado distinguido del Congreso de Estados Unidos”. Era Barnard. Y que había sido víctima de un acoso sexual, más bien un ataque sexual por parte del cirujano que, “bajo la mesa puso su mano varias veces en mi zona genital”.
Hasta su muerte, Barnard usó el prestigio ganado en los quirófanos como mascarón de proa de empresas farmacéuticas y de belleza, además de ganarse la vida con conferencias en las que siempre insistió en la necesidad de la donación de órganos. Fue parte del equipo de investigación médica para los productos de belleza La Prairie en los años 80: le preocupaba el envejecimiento y el deterioro físico que conlleva la edad. Afirmó que los productos de una empresa, Glycel, que lo había contratado, daban cierta juventud regenerada a las células, algo que desmintió la Administración de Drogas y Alimentos (FDA) de Estados Unidos.
En 1987 volvió a visitar la Argentina como parte de su campaña para La Prairie. Los periodistas que lo entrevistaron entonces y estrecharon su mano, la descubrieron convertida en un manojo de leños secos. Aquellos dedos finísimos que habían enarbolado el corazón palpitante de una muchacha para colocarlo en el pecho ansioso de un lituano con su corazón desflecado, aquellas “manos de oro” como las había bautizado Washkansky, ahora apenas podían aferrar una copa de agua, agarrotados, hinchados, desconocidos. Lo que se mantenía en él era su pasión, su entusiasmo para explicar una idea, su nunca descartada audacia pera pensar en grandes adelantos científicos y una simpatía pícara que parecía incluida en su ADN. Tal vez creía que tallaba su camino a la inmortalidad, ocupado como estaba en los desatinos maliciosos de la vejez.
Murió en Chipre, a los setenta y ocho años, el 2 de septiembre de 2001 y al borde de la piscina del hotel Coral Beach de Pafos, una pequeña ciudad de la costa sudoeste de la isla. Lo derrumbó un ataque de asma que fue tomado al principio como un infarto porque, además, cerraba una parábola perfecta: al doctor del corazón, le había fallado el suyo. Pero no: la autopsia dijo asma.
Estaba casado, o se había unido, con una muchacha con edad suficiente como para ser su nieta. Nelson Mandela lo recordó dolido, en pocas palabras que iban tal vez más allá del mero sentimiento: “”Su muerte representa una gran pérdida para Sudáfrica tras todo lo bueno que ha aportado a este país. Fue, además, un crítico inequívoco del régimen de segregación racial”.
Está enterrado en los jardines de la que fue su humilde casa natal, en Beaufort West, en la Provincia Cabo Occidental. Esa casa es hoy el Chris Barnard Museum y se alza muy cerca de la vieja capilla de la Iglesia Holandesa Reformada, en la que el padre de Barnard, el severo pastor de aquel santuario, intentó forjar el carácter y la moral de su muchacho mucho antes de las cirugías, las audacias, la fama y las alfombras rojas.