La resistencia de un pueblo indígena colombiano masacrado por grupos armados

La resistencia de un pueblo indígena colombiano masacrado por grupos armados

AME9944. SABALETA (COLOMBIA), 17/08/2022.- Fotografía del 11 de agosto de 2022 de una tumba donde fueron sepultados Carlos José García y Juan Orlando Moreano, quienes pertenecían a la comunidad indígena Awá y fueron asesinados el 3 de julio de 2022 en el resguardo indígena de Inda Sabaleta, en Sabaleta (Colombia). El jueves pasado Juan Orlando Moreano hubiera cumplido 35 años. En el resguardo indígena awá de Inda Sabaleta, de donde era gobernador suplente, no hay velas -ni siquiera fúnebres-, pues quienes le conocen solo reivindican que perviva su legado de lucha por la supervivencia de un pueblo indígena. EFE/ Ernesto Guzmán Jr

 

 

 

 

En el resguardo Inda Sabaleta, en el rincón más al suroeste de Colombia, dicen que si tienen que morir, lo harán siendo awá. “Si uno no se cuida, lo matan”, afirman las lideresas. Viven rodeados de 28 grupos armados, que amenazan a este pueblo indígena declarado en proceso de exterminio hace más de 10 años.

Ahora lloran la muerte de uno de sus líderes más queridos, Juan Orlando Moreano, al que asesinaron el pasado 3 de julio junto a su sobrino y otro compañero indígena cuando salía de una reunión. Pero antes fueron muchas más.

Ha habido otras masacres, otros asesinatos, amenazas y desplazamientos, dicen los miembros de esta comunidad que viven confinados desde que asesinaron a Orlando, el gobernador encargado.

Este año, según la Unidad Indígena del Pueblo Awá (Unipa), organización que representa a este resguardo, ya van 14 homicidios, pero desde la firma de la paz, esa que debería haber traído tranquilidad y estabilidad a su tierra, 98 indígenas awá han perdido la vida. También cuentan cuatro masacres, 10 problemas con minas antipersonales y hasta 26 enfrentamientos armados.

AMENAZA PARA LOS NIÑOS

“El mundo internacional dice que de pronto acá ya estamos viviendo bien, pero los pueblos en los territorios no hemos visto esa paz que anhelábamos”, lamenta Leidy Pai Nastacuas, una lideresa joven que dice que la violencia permanece desde que tiene memoria. Nunca ha conocido a su tierra en paz.

Por eso no niega que tienen miedo, pero no se dejan amedrentar: “Desde la niñez somos conscientes que quien se mete de lleno a defender los derechos, el territorio, a hablar con la verdad, la ruta final es la muerte”, dice desde un aula de la unidad educativa del resguardo, mientras se escucha de fondo la conmemoración del cumpleaños ausente de Orlando al que acudieron una misión de la ONU, organismos nacionales e internacionales y prensa invitada por la Asociación Minga.

El aula está vacía porque es un día especial -esta misión ha tardado más de un mes en llegar después de la masacre, pero al menos ha llegado-, pero ese colegio, desde que mataron a Orlando y a sus dos compañeros, está más vacío.

Dayana Bisbicus, la consejera de Educación de Unipa, asegura que una docena de niños no ha regresado a clase después del receso escolar, que coincidió con la masacre. Sus familias han huido por miedo o por las amenazas. De los que no han vuelto en los últimos años porque han sido reclutados por grupos armados no sabe dar números.

No se los llevan solo para empuñar un arma, sino que sus manos, pequeñas y delicadas, son útiles en los cultivos de coca; incluso cuando apenas tienen 9 años recién cumplidos, cuenta Bisbicus.

Ella es consciente de que es “muy difícil competir con ese reclutamiento”, pues llegan ofreciéndoles dinero, motos, armas o una vida mejor, y desde la escuela, “solo podemos ofrecerles vida, el ser un awá y ayudarles a fortalecer su identidad cultural”.

Las clases en esta escuela ya no son solo de matemáticas, lengua o ciencias, ahora están en “educación en emergencia”, dan actividades como marimba o tejido para ayudar a los niños a trabajar su salud mental, a que, a través de la música, los bailes y el arte, estén seguros. Que se olviden que el año pasado tuvieron que refugiarse en esas mismas paredes cuando hombres armados entraron dando tiros, mientras los docentes trataban de protegerles.

“Sentimos que a veces también el Gobierno no entiende que estamos en medio de una crisis humanitaria y no hay esa sensibilidad frente a lo que está ocurriendo”, lamenta la consejera.

ENTRE DISPAROS

La escuela se encuentra a pocos metros de la entrada al resguardo, pegada a una vía principal sin asfaltar pero fácilmente transitable que está plagada de bares de noche con carteles de chicas medio desnudas, droguerías, restaurantes de comida rápida y un edificio justo a la entrada destruido por disparos. También por campos de coca, que lejos de estar escondidos, casi invaden la carretera.

Los comercios, los billares, las motos y la coca, dice un guardia indígena, no son de los awá, son de gente que se ha asentado ahí y también “de ellos”, de quienes mandan. Se llaman “Los contadores” y son, según la Defensoría del Pueblo, un grupo asociado a carteles mexicanos dedicados al narcotráfico y a la extorsión que hace negocios con quien tenga plata, ya sean paramilitares, guerrilleros o simples carteles. Fueron quienes cometieron la triple masacre.

Un poco más hacia Tumaco, en Llorente, hay otro grupo; más abajo, en Barbacoas, es otro diferente; y un poco más allá, uno distinto. Hasta 28. “Uno no sabe cuál de todos los va a matar, o sea todos contra nosotros, pero nosotros somos neutrales”, dice Pai Nastacuas.

Saben que hay indígenas que “han perdido el horizonte” y que se han aliado con los grupos armados, pero la mayoría o viven callados, amedrentados, o se paran delante de los grupos a reivindicar su existencia, como hacía Orlando.

Quienes levantan la “voz de protesta” o “de inconformidad” frente a los grupos armados, acaban con la vida “segada”, dice a Efe el gobernador del resguardo, Alex Ganga, pese a que apenas quedan unas 25.000 personas awá en 32 resguardos de esta zona y de Ecuador, y de que la Corte Constitucional en 2009 les declaró en “inminente proceso de exterminio”.

Viven en una “zona roja” y eso hace que el Estado les olvide aún más. Incluso la institucionalidad teme entrar en sus territorios. El Ejército patrulla, en días especiales como el que ha reunido a la ONU y a las autoridades, por las principales vías, a pocos metros de la coca y con los grupos infiltrados entre la población sin inmiscuirse. Cuando sucede algún hecho de violencia, no hacen nada.

“Nos hemos cansado de parir hijos para la guerra, necesitamos otras alternativas”, dice Claudia Jimena Pai, otra lideresa. Pero quizás por eso, por esa familiaridad con el conflicto y esa resistencia constante, muchos de esos hijos, pequeños aún, empuñan orgullosos el bastón de la guardia indígena y el rojo y verde de su bandera.

Un bastón que quizás no les pueda defender de los tiros, pero que les reafirma una identidad que les quieren arrebatar.

EFE

Exit mobile version