León Sarcos: La muerte de Narciso

León Sarcos: La muerte de Narciso

Todo se agota; el tiempo se consume y hasta la belleza cansa. Si venimos al mundo para mejorar la condición humana y amar al prójimo, es natural que quien se valora busca hacer de su propia vida un arte que se erige de una vivencia única y de una introspección permanente que nos obliga a hacer de nuestra alma y de nuestro cuerpo un templo sagrado. 

La imagen también se gasta. Cuando te reproduces, te confirmas y te vas, en el amor y en todas las artes. La imagen se esfuma como fuego erótico, se vela como sutil avatar en el sagrado ritual. Pierde vitalidad y los deseos incontenibles de encuentro con los otros. Desarmado de una parte de sí, el ser tórnase en asolado cometa que, ansioso, ha dejado de buscar el firmamento. Cuando nace Narciso, el ser se escinde; lo que siempre fue comunidad, en él ahora es individuo. 

En el espejo y todas las técnicas humanas de reproducción del yo, cuando te copias, te imprimes o te reproduces sexualmente, tu condición única desaparece, se va disolviendo y la encarnación motora de tu espíritu ha iniciado su decadencia. Lo mejor del ser humano es lo que interiormente oculta y no expresa porque él aún no sabe que lo habita; lo debe descubrir por sí mismo, es la única parte de Dios que esconderá para sí y hasta la eternidad.





El narciso nace con la adolescencia; en esa etapa de su vida al joven solo le gusta estar con él y desafiar al mundo; está enamorado de sí mismo, se cree único. Toda sombra le molesta.  Se asombra de ser —dice Octavio Paz—. Y para mí, ese asombro deberá seguir creciendo sigilosamente en la vida a la par de las revelaciones que en secreto se hace y le hace su alma.  

Y al pasmo-dice Paz- sucede la reflexión. Inclinado sobre el río de su conciencia se pregunta si ese rostro que aflora lentamente del fondo deformado por el agua es el suyo. La singularidad de ser —pura sensación en el niño— se transforma en problema y pregunta, en conciencia interrogante.

Dar con la esencia de uno mismo, después, cuando la civilización te impone protocolos para que seas engranaje, es uno de los procesos más complejos y harto difíciles de los que nos toca como humanos enfrentar. Es tan acucioso y riguroso ese proceso que una buena parte de la humanidad se devuelve a la eternidad sin haberlo logrado plenamente.

Tradicionalmente los espejos son signos del alma y del espíritu, y como símbolos tienen carácter ambivalente, para Frazer: así como muchos pueblos creen que el alma humana radica en la sombra, así otros creen que habita en el agua o en algún espejo.

Muchas de las tribus que formaron parte de las culturas indígenas de Mesoamérica —nahuas, chichimecas, otomíes y mayas— en su cosmovisión concebían el firmamento como un gigantesco espejo celeste, reflejo viviente lleno de bellos destellos del sol y las estrellas que guarda la memoria de sus ancestros. Además de su evidente uso cosmético, el espejo era un elemento común en la indumentaria de gobernantes, victimas sacrificiales, varones comunes y amuleto en la guerra. 

En mis creencias, como descendiente por la rama materna de una etnia suramericana, sugiero que el primer símil de los espejos, el agua, despertó inquietud sagrada y misteriosa en los inicios por lo confuso de la imagen provocada, que después se reveló individuo, y por tanto ego, cuando por primera vez el primitivo tuvo conciencia del espejo y pudo comprobar —y le gustaron— las singularidades de sus formas.

A Plotino, por el contrario, cuenta la historia que le quisieron hacer un retrato y se negó. Yo mismo soy una sombra del arquetipo que está en el cielo. A qué hacer una sombra de esa sombra. Qué es el arte, pensaba Plotino, sino una apariencia de segundo grado. Si el hombre es deleznable, cómo puede ser adorable una imagen del hombre.

Para Jorge Luis Borges, los espejos tienen una significación atroz, pero en mi modesta opinión, no por los argumentos que algunos de sus estudiosos expresan, siento más bien que se trata de la avanzada imaginación inteligente del genio que busca la unicidad secreta de sí mismo, y que, exageradamente celoso de sus atributos excepcionales, no acepta aproximaciones en perfiles similares, menos aún dobles: él mismo es la obra, las argumentaciones y decoros de su arte.

Acontece igual con Proust y la revelación del otro en La prisionera. Proust pone en cautiverio a Albertina no porque la ame demasiado y la quiera solo para sí, no; es porque la parte femenina que ha convivido con él toda la vida se manifiesta en ella y él la quiere para la eternidad porque siempre formó parte de él. Son verdades que nunca se revelan en el arte y que el artista va desplegando en su interior, pero nadie da con ellas. Es su parte oculta.

Esa parte oculta, que a lo mejor se insinúa con la primera aparición de Narciso en la adolescencia, y en el primitivo cuando frente al agua descubre su ego, todos la hemos experimentado; el asunto es que ella se desdobla, muta, aparece y desaparece con los cambiantes entornos y la modificación de las normas de convivencia, los inventos y las modas. El duro trabajo de la parte del artista que tenemos todos es dar con ella.

Esas sombras íntimas donde se esconde el arte le ponen las letras a la vida; es lo que la hace bella, mágica, hechizada, inocente; feliz y única en cada uno. Y hace posible el progresivo intimar con uno mismo sin que ninguno de los que llevamos por dentro se parezca al otro. Toda esa música que le pone acento a la vida parecen haberla silenciado de un solo tajo las nuevas tecnologías de uso digital.

Es imposible una vida sana frente a un espejo, o en constante ajetreo fotográfico de pose y coqueteo con uno mismo, fílmico, sin papel asignado o de actor principal, en una actividad perenne y sin sentido, que te va degradando porque progresivamente va consumiendo y desgastando todas las partes vitales y secretas de tus sentidos y toda posibilidad de innovación y belleza. El selfie, dice Byung Chul Han, no es enamoramiento de sí mismo, no es narcicismo, es simplemente vacío interior.

La voz, nota musical del alma, ha perdido su encanto transmutado en variantes disonantes en las redes; la sonrisa espontánea, esa que reproduce la gracia de Dios, desdibujada en la pose y en las tomas improvisadas; las voluptuosas y hermosas nalgas, ahora pedazos de carne, inflamadas de silicona y explotadas hasta el aburrimiento. La mirada insinuante de los enamorados se volvió ordinario desafío deportivo. La majestad de las manos perdió la solemnidad de su señorío. La suave, brillante e insinuante parte del muslo que hiciera famosa a Sharon Stone hoy no emociona ni a los principiantes. El ritual amoroso entre los seres humanos entró en el mismo rango de atenciones que la relación sexual entre animales. Cuando todas las confidencias de lo que era intimidad se exponen, se pervierten, se desgastan los sentidos, se humilla el ego. Cuando nada queda a la imaginación, eros y verdad han muerto. La belleza se torna fealdad y es la fealdad lo que caracteriza la época. 

Quién duda que este sea un tiempo que privilegie la fealdad en todos los órdenes de la vida política, social, cultural e íntima. Basta con echar una mirada a esa seudo-música llamada reguetón y dos de sus principales iconos, Carol G y Bad Bunny: no saben hablar, no saben cantar, no saben bailar y sus letras, además de pusilánimes, fatuas y muchas de ellas procaces, dan la impresión de que la mafia de la industria musical hubiera hecho arreglos para soltar a cantar —por supuesto, en libertad condicional— a muchos sujetos ligados a la delincuencia de alto prontuario. Lo más sorprendente es que llenan estadios en Latinoamérica, en Estados Unidos y también en España. Eso nos habla de una profunda crisis de valores y moral, y en sumo grado estética, de percepción de la belleza.

Por supuesto, no le diga a ningún fan adolescente de esa música su punto de vista; se sentirá muy ofendido. A decir de Umberto Eco, quien le discute al señor rana si le preguntan quién es la mujer más bella del mundo; dirá sin lugar a dudas que es la señora rana, de ojos saltones y cara aplastada, la más bonita de la tierra. El consuelo a la saturación del mal gusto y la fealdad, es que sus productos suelen ser tan duraderos como los productos Made in China.

Las redes han asesinado a Narciso y han banalizado la vida y el ego, y temporalmente están matando a sangre fría y a quemarropa las fuentes de belleza. Siento que estamos llegando al inicio de los tiempos en que el ser humano será considerado también desecho (garbage) al que hay que exponer a nuevos peligros de muerte, como la guerra y las pandemias, para poder reciclarlo.

Leon Sarcos, julio 2022