Se trepa una barranca adoquinada y la avenida le pasa por el medio a dos paredones inmensos de ladrillo a la vista. Por encima asoman lápidas y cruces, con rostros estampados, como se estila al parecer aquí. Sobre el mismo mármol aparecen bien grandes las caras de los que ya no están.
Por Clarín
Es la primera impresión que se captura al ingresar en el cementerio de Baikove, el más grande de Kiev, la capital ucraniana.
El camposanto vive días de alta demanda. Aquí no hay toque de queda. Los muertos de la guerra, en su ímpetu final, presionan para hacerse un lugar.
A las tres de la tarde del miércoles, Baikove es un oasis de paz. Es cierto que no cesan los bombardeos, pero en este sitio de altísima calma los pájaros consiguen taponar con su trinar el sonido que ya nadie quiere escuchar. El sol calienta. El invierno anuncia su retirada. Bendito sea el nuevo tiempo de cambio de estación. Por momentos, en Baikove uno se olvida de la guerra, a pesar de que la actividad también aquí se ha vuelto incesante.
Se aceleraron las cremaciones. De muertos civiles y caídos en combate. Llegan con frecuencia soldados para despedir al compañero que la guerra se tragó. Dos sacerdotes no alcanzan. Pobres hombres, ni la gracia divina podrá quitarles el estrés de tanto trabajo repentino. Quieren ser gentiles con los periodistas de Clarín pero tienen dos inconvenientes: el idioma, claro, y una larga fila de ataúdes y familiares de cada muerto esperando la bendición final.
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