Compraba todos los libros sobre nazismo y las biografías de Hitler apenas salían. Pero sólo leía los capítulos finales. Nada del Putsch, ni del ascensor al poder, ni de la invasión a Polonia. Sólo el último tramo. Le gustaba comprobar cuando ajustados estaban a los hechos, descubrir cuál era la visión de los distintos historiadores. Y, también, ver qué papel le daban a ella, cómo la pintaban.
Por infobae.com
Traudl Junge había sido la secretaria de Hitler, a la que él le dictó su testamento el día antes de suicidarse, la que convivió en el búnker esos meses finales. Traudl Junge había sido el último testigo. Tal vez la última esperanza de entender lo incomprensible.
La imagen que tenemos de ella es la del documental, la de su vejez. La cara delgada, el pelo blanco, los ojos claros. No hay inocencia en su mirada. En sus gestos elegantes no está la placidez de los ancianos. Hay algo duro en sus gestos que excede las raíces germanas. Es el pasado, la inquietud que la habita desde hace seis décadas.
Nació en Munich en marzo de 1920. Se llamaba Gertraud Humps. A la historia pasaría con su nombre abreviado y con el apellido de casada. Había querido ser bailarina pero no la aceptaron en la academia. Mientras estudiaba mecanografía se alistó, como tantos, en las juventudes hitlerianas. A los 22 años le ofrecieron un trabajo en la sede de gobierno. Cuando llegó a la cancillería se sorprendió: la entrevista se la tomó el mismo Führer. Le preguntó la edad y algunos antecedentes personales. Hizo un gesto de desagrado al enterarse que no estaba casada: “No suelo contratar chicas jóvenes solteras. Después se casan y se van”. Ella respondió rápido y con sumisión: “Mi Führer, ya viví 22 años sin un hombre. Eso no es un problema para mí”. Luego la tranquilizó y le dijo que todos cometían errores y que ella no iba a ser la excepción. Le pidió que pusiera una hoja en la máquina de escribir y empezó a dictar. Traudl estaba tan nerviosa que tipeaba cualquier letra, casi cada palabra contenía un error. Un edecán interrumpió el dictado; venían a buscar a Hitler para una consulta urgente. Ese episodio fortuito puede haber salvado el trabajo de Traudl y, al mismo tiempo, haberla condenado para el resto de su vida. La joven tuvo tiempo de corregir cada uno de sus errores y cuando Hitler volvió a entrar al salón, la hoja era prístina. Quedó contratada esa misma tarde.
Lo de la soltería de la más joven de sus secretarias, Hitler lo solucionó de inmediato. Le presentó a un oficial que trabajaba allí, Hans Junge y los instó a casarse. Ambos obedecieron. A los pocos meses, Hans fue enviado al frente. Murió tiempo después en combate, en Normandía.
A partir de la derrota en Stalingrado, Hitler dejó de compartir sus comidas con oficiales y ministros. No querían que le hablaran de problemas, no quería escuchar la verdad. Así las cuatro comidas diarias las hacía con cada una de sus secretarias. Ellas le hablaban de las películas que veían en el cine, le transmitían chismes, lo adulaban.
Traudl Junge remarcaba que Hitler tenía dos personalidades y que tanto ella como el resto del círculo femenino que lo rodeaba, conocieron sólo su parte amable y encantadora. Ese entorno de mujeres lo integraban sus otras tres secretarias; Eva Braun; la esposa de su médico personal, Annie Brandt; Maria Von Below, mujer de uno de sus asesores militares y Margret, la esposa de Albert Speer.
“Lo tengo que admitir. Estaba fascinada con Hitler. Era un jefe amable y hasta una figura paternal. Deliberadamente ignore todas las señales y las voces de alerta que surgían dentro mío. Y disfruté a su lado casi hasta el final”, dijo Traudl. La secretaria de Hitler sostenía que su jefe tenía un poder de atracción único, hipnótico. Algo que sería insuficiente definirlo como carisma, algo más. Y que bajo ese influjo no sólo cayó ella por su juventud sino que a los generales y ministros les pasaba lo mismo y no podían contradecirlo. “No era lo que él decía; era la forma en cómo decía y hacía las cosas”, dijo.
Ellas, según Traudl, no conocían los enojos furibundos, los gestos enérgicos de desprecio, los gritos, las erres remarcadas y la voz que se aflautaba. Eso sólo aparecía cuando en medio del dictado de un discurso se compenetraba tanto que se enardecía y replicaba sus modos de orador público. Sí estaban habituadas, por supuesto, las frases sentenciosas y terminantes.
Traudl recordaba un día especialmente feliz. El 20 de julio de 1944. Ese día habían atentado contra Hitler. Las secretarias escucharon las noticias y fueron a su encuentro con temor. El aspecto de Hitler rozaba lo patético. Los pelos parados, despeinados, los ojos exaltados, la cara sucia, los pantalones hechos jirones. Pero no había preocupación en su cara. Estaba exultante. Creía que haber sobrevivido era la señal de que todo iría bien, que era la prueba de que estaba en el camino correcto, de que era indestructible. “El destino me ha protegido, es la señal de que debo llevar mi misión hasta el fin”, dijo. Esa tarde estaba programada una visita de Mussolini. No sólo no la suspendió, sino que, eufórico, llevó al Duce hasta el lugar del atentado para mostrarle cómo había salido con vida.
En enero de 1945 Traudl ingresó al bunker junto al Fúhrer. Ya no saldría hasta el final de la guerra.
El clima en el bunker era irreal. El aire viciado, la ilusión de una vida cotidiana normal, el encierro, la desconexión de la realidad. Los últimos días, para peor, todo sucedía con el sonido atronador de las bombas que caían sobre Berlín de fondo.
El 22 de abril, después de una reunión con generales y sus hombres de confianza, por primera vez Hitler pareció aceptar la realidad. Al salir estaba abatido. Juntó a las mujeres y les dijo que estaban derrotados. Las conminó a escapar, que él, mientras tanto, se iba a pegar un tiro. Eva Braun se acercó a él y lo besó en la boca. Era la primera vez que eso sucedía en público. “Yo me quedo” dijo.
Traudl repitió lo mismo, casi sin pensar. Sin dolor, sin desesperación, sin saber por qué lo había dicho. Tal vez porque no se imaginaba a qué otro lugar podía dirigirse, no se imaginaba la vida sin guerra, sin Hitler. “Ojalá mis generales tuvieran la valentía de ustedes”, dijo el Führer.
Al día siguiente, Hitler repartió pastillas de cianuro entre los que quedaban con él bajo tierra.
A partir del casamiento con Eva Braun todo sucedía como en un mal sueño. Parecían escenas extraídas de una película fuera de sincro. Hubo un festejo, un brindis triste. Magda Goebbels paseaba como un espectro; la mujer rechazaba cada oferta que recibía de sacar de allí a sus hijos y ponerlos a salvo: “Prefiero que mueran acá antes de que sobrevivan en la indignidad de una Alemania derrotada”, decía. Luego envenenaría y mataría a los seis antes de suicidarse ella.
Durante esas horas, los hombres que nunca se habían animado ni siquiera a levantar la vista frente a Hitler, comentaban en voz alta lo que él decía y fumaban en su presencia. Como si él ya no estuviera presente. Hasta algunos se animaban a los chistes. “Cuando pasa el Führer hay que mantener la cabeza en alto. Mientras la tengamos”.
Traudl Junge describió el clima durante esos últimos días: “Ya no éramos capaces de tener sentimientos normales, sólo pensábamos en la muerte. Cuándo morirían Hitler y Eva, cuándo morirían, cuándo serían asesinados los seis niños que vivían con nosotros y, naturalmente, cuándo y cómo moriríamos nosotros”.
Hitler llamó a Traudl a su despacho. Le preguntó cómo se sentía, si necesitaba algo. “Le voy a dictar algo ¿Está en condiciones de tomar nota?”. Antes de que ella pudiera responder empezó a dictar. Solemne y sin mayores explicaciones dijo el título del escrito: “Mi Testamento”. La secretaria tardó unos segundos en empezar a golpear las teclas. Se quedó mirándolo. Luego siguió el ritmo de las palabras del Führer. Era menos frenético que de costumbre. Sólo había derrota en la voz opaca. Pero ni siquiera en los momentos finales recuperó sensatez: “En ese momento creí que sería la primera persona sobre la faz de la tierra que entendería por qué fue necesario todo aquello; que diría algo que lo explicaría, que lo justificara, que nos enseñaría algo. Pero, Dios mío, cuando empezó a dictar la lista de ministros que designaba para suceder a su gobierno de forma tan grotesca, pensé (sí, recuerdo que lo pensé en ese mismo instante) que toda la situación era muy indigna. Volvió a repetir las mismas frases, con su tono de siempre, con tranquilidad y, para finalizar, volvió a emplear aquellas terribles palabras para referirse a los judíos. Después de todo aquella desesperación, de todo el sufrimiento, no tuvo ni una sola palabra de compasión o de dolor”, recordó décadas después su secretaria, quien agregó: “Nos dejó sin nada, con la nada”.
Después del suicidio de Hitler, Traudl salió del bunker acompañada por otros sobrevivientes. Por primera vez vio Berlín destruida. Las columnas de humo, los escombros, las calles y los edificios destruidos, el hedor a muerte, el hambre en cada esquina. Ni ella ni Hitler, ni nadie de su entorno, habían visto una ciudad demolida: “Viajábamos con las persianas bajas, en trenes especiales, a través de Alemania. Y cuando llegábamos a Berlín, de noche, el chofer buscaba las cuadras que estuvieran lo menos dañadas posible. Y los últimos cuatro meses los pasamos en el búnker”, contó Traudl ya anciana.
Caminaba como una zombie. Todo le parecía extraño, ajeno. Ancianos que lloraban, unos chicos corriendo o trepando sobre una montaña de restos de una casa, mujeres con la ropa desgarrada tiradas en una esquina, varios cadáveres por cuadra, brazos y piernas mutilados, la gente que había envejecido súbitamente. Ella caminaba hacia no sabía dónde. No tenía nada. Excepto una pastilla de cianuro en su bolsillo.
A otra de las secretarias la atraparon los soviéticos y la violaron durante varios días. Traudl Junge escapó hacia el sector occidental, pero debió regresar y fue apresada por el Ejército Rojo. No contó qué sucedió en esos días de detención. Luego pasó a manos inglesas en donde fue interrogada exhaustivamente sobre su relación con Hitler y la vida en el búnker. Fue una de las fuentes directas que utilizó el historiador Hugh Trevor Roper para determinar que Hitler se había suicidado.
En 1947 la desnazificaron. Traudl evitaba decir cuál había sido su actividad durante la guerra. Volvió a trabajar como secretaria y después ingresó en una editorial. Dos veces quiso radicarse en Australia junto a su hermana. Pero las autoridades de ese país la rechazaron por su pasado nazi.
El resto de su vida fue un continuo de esconderse, de tratar de esquivar las acusaciones, de intentar entender cómo había actuado ella, de negar lo que había visto. Luchaba con sus propias contradicciones, con la historia, con el peso de haber convivido al lado de un monstruo y no haberlo visto.
En el año 2002 publicó Hasta el Último Momento, sus memorias. Ese mismo año se dio a conocer el documental Blind Spot. Hitler Secretary (La Secretaria de Hitler). Los directores optaron por no utilizar otros testimonios, ni recreaciones, voz en off o material de archivo. Sólo Traudl Junge frente a cámara y sus recuerdos. Esa desnudez le otorga mayor fuerza a lo que dice esta anciana que convive con el remordimiento, la culpa y el desconsuelo de no haber visto, de todavía no entender lo que había pasado.
El título original del documental hace referencia al punto ciego que ella dijo estar habitando en las cercanías de Hitler. Traudl afirmó que estaba tan cerca que se encontraba en un punto ciego, que ese era el mejor lugar para estar desinformado. Pero también puede entenderse, como suponen muchos historiadores, que esa ignorancia fue autoinflingida o de una amnesia posterior a los hechos y muy conveniente para sus intereses y para intentar tener una vida lo más normal posible después de la caída del nazismo.
En esos años finales de reflexión y de exposición pública, Traudl Junge dijo: “Me conformaba pensando que yo personalmente no tenía la culpa, y que tampoco sabía nada de las dimensiones de todo. Pero un día pasé por la placa conmemorativa de Sophie Scholl, vi que había nacido el mismo año que yo y que la habían ejecutado el mismo año en que yo me fui con Hitler. En ese momento sentí que ser joven no era una excusa”.
Murió de cáncer a los 81 años, el 10 de febrero de 2002, veinte años atrás. Al poco tiempo de la publicación de sus memorias y al día siguiente de la premiere mundial del documental en el Festival de Berlín. Lo había anunciado: “Ahora que conté mi historia, me puedo morir”.