Un viaje por carretera en la autopista Centro de Occidental Cimarrón, entre los estados Lara y Yaracuy, que se convirtió en una desgracia para el béisbol nacional un día como hoy 7 de diciembre del año 2018.
Por lapatilla.1eye.us
La muerte de José “El Hacha” Castillo y Luis Valbuena, conmocionó el mundo del béisbol y del deporte venezolano, donde fallecieron la madrugada de aquel viernes 7 de diciembre de 2018, en un accidente de tránsito en la autopista Cimarrón Andresote, luego del partido que disputó Cardenales de Lara contra Leones del Caracas.
Los peloteros se trasladaban en una camioneta marca Toyota modelo Fortuner, en la que además también se encontraban los jugadores Carlos Rivero y Raúl Álvarez. Los deportistas chocaron contra un objeto atravesado en la vía, lo que provocó se volcara y luego los asaltantes se acercaron a robar las pertenencias de las personas a bordo del vehículo. Rivero, Álvarez y el chofer resultaron lesionados.
Recordar los batazos y buenas memorias, el legado de José Castillo y Luis Valbuena
José Castillo bromeó toda la tarde en el Estadio Universitario. No había nada especial para él. Era un día más en el trabajo, uno que sabía hacer tan bien que solo necesitó tiempo para convertirse en uno de los bateadores más emblemáticos en la historia de la LVBP.
Vestía los colores del Cardenales de Lara, pero caminaba por el diamante caraqueño como si fuese la casa de su niñez. Siempre expresó su gusto por jugar allí, con el Ávila como espectador lejano. Conocía bien los rincones del lugar. Allí dio sus primeros pasos como pelotero, con Leones del Caracas. Por eso no se extravió, y tampoco sintió timidez, al entrar al clubhouse de los melenudos.
Gozaba relajarse. Entregarse a la distensión del carácter. En su visita a los melenudos le quitó un bate a Harold Castro. “Para dar el hit 2.000”, soltó con simpatía.
Luis Valbuena también estuvo allí, en el Universitario. Un poco más alejado. No se sumergía en las intimidades del adversario de turno, aunque –como todo hombre carismático y con ascendencia- habló con cada uno de los colegas que se topó y no importaba si iban de amarillo león o de rojo cardenal. Siempre trató de poner la “cosa buena”.
El último juego de ambos se acerca a la identidad que mostraron durante tantos años en los campos. Castillo, hitteador por naturaleza, con movimientos sueltos al correr y poco agraciados, aunque rebosante de ganas, pegó tres cohetes en cuatro turnos. Los dio por arriba y abajo, a la izquierda y al centro. Sin querer, y seguramente él nunca pensó que sería, Deiner López lo despidió con cariño y para siempre de los terrenos, al suplantarlo como corredor emergente en la inicial.
Valbuena era un bateador diferente al guariqueño joseador. Se caracterizaba por sus líneas contundentes y elegancia para soltar el bate, “bat flip” le dicen en Estados Unidos. Para cualquier otro pelotero esa floritura que hacía el de Caja Seca no hubiese sido bien vista. A él le lucía. Era parte de su ser, de su manera de jugar. Falló tres veces contra Leones, pero dio un incogible muy a su estilo: Duro, a la pradera derecha y con garbo en su andar.
Si hay que recordarlos a ambos ahora o mañana, es bueno tener en la memoria ese juego del jueves 6 de diciembre, poco antes de que la fragilidad de la vida cediera a la tensión de la realidad.
Después que la injustificada guadaña de la tragedia cortara e hiriera al beisbol venezolano, los llantos y lamentos formaron otro océano en el planeta. Y no es una exageración. El duelo y la tristeza atravesaron en cruz al orbe. Del Caribe con su pelota alegre y pasional, al frío invernal en las Grandes Ligas en Norteamérica. Desde los circuitos de México hasta el lejano Japón. Todos le deseaban un buen viaje a Castillo que, prácticamente, le bateó a todo el mundo.
En las Mayores repartió 487 hits, en las menores 622, entre tierras aztecas y niponas 778. En Venezuela, el suelo en la que se ganó la inmortalidad de su alma por sus acciones beisboleras, incluso antes de irse prematuramente, conectó 1.032 indiscutibles, cifra que lo beatifica como uno de los patronos del bateo en la liga.
Se fue como vivió, con .303 de average. Siendo tan único que no hay otro más que él en los anales del beisbol venezolano con al menos mil hits (dio 1.032), 90 jonrones (pegó esa cantidad), 500 o más carreras impulsadas (555), 60 bases robadas (estafó 61), 1.500 almohadillas alcanzadas (1.523) y .300 o más de average.
Quién sabe cuándo -y es válido poner en dudas cualquier tipo de probabilidades optimistas- se verá a otro hombre con tal producción en Venezuela.
Valbuena siempre se superó con fuerza, tanto de su voluntad como de su bate, y seguramente sin la primera no hubiese existido la segunda. Varias veces en su juventud, y su tardío inicio en el beisbol profesional, se planteó la posibilidad de decir adiós. Pero no se rindió. Llegó al tope. Estuvo con Marineros de Seattle, Indios de Cleveland, Cachorros de Chicago y tocó el cielo como un Astro y un Ángel, y así se quedará por toda la eternidad.
Es uno de los 22 venezolanos con por lo menos 100 jonrones en las mayores (114). Y puso su guante en donde era necesario ¿Primera, segunda o tercera? No importa. Allí estaba Valbuena. En su último juego fue antesalista; intercambió lugares con Carlos Rivero, quien lo acompañó hasta el final y la Providencia lo rescató de la tragedia.
Siempre fue un Cardenal. En 11 temporadas no tuvo una piel diferente a la roja para jugar. 42 cuadrangulares se contabilizan en sus registros, la cuarta mayor cantidad en la franquicia, y casualmente la misma que tiene Rivero. Y una de sus virtudes fue ser un impulsador por antonomasia, tanto de carreras (197) como de ánimo.
Es momento de llorar, de pensar y analizar. Pero antes de que las emociones se apoderen del corazón, como a todo humano le debe pasar, hay que recordar. Verlos a ambos en un diamante celestial, como si fuera el último juego, aquel del jueves 6 de diciembre.