Ahora está ocurriendo en Colombia. Las protestas que constituyen un derecho inviolable de la ciudadanía, alcanzan otra naturaleza, otros términos, otra significación. Expresan una estrategia de desestabilización sistemática del orden democrático y, al buscar la anarquía, constituye otra versión de la guerra no convencional contra el gobierno de Bogotá de aquellas guerrillas que, en su momento, se vieron forzadas a una pacificación que traicionan. Y, para rematar, cuyos promotores están ligados a oscuros intereses foráneos, incluyendo un no menos oscuro manejo de grandes capitales.
En todos los casos enunciados, el factor común es el de la detectada presencia de comunistas venezolanos, previamente entrenados, con la misión de infiltrarse en estos países y alborotar algo más que el avispero. Surgen las denuncias y ríe Nicolás Maduro por el doble chantaje que su operación implica. Los gobiernos democráticos de la región dejan de fastidiarle y él, tan “comprensivo”, difiere las operaciones. E, interesado en generar la xenofobia en otras fronteras, los venezolanos callamos o nos exponemos. Aquí está la doble trampa concebida por el poderoso G-2 y los servicios aliados porque para esa estrategia tan infernal no llega el hedonismo de Nicolás y el de sus secuaces del patio. Así, cuando se hala la punta de hilo de lo acontecido en América del Sur, descubrimos que la exportación de la revolución bolivariana es en serio. Y la comunidad internacional no puede sentarse a esperar, negando las evidencias.