La tarde era como cualquier otra en la ciudad caraqueña, donde el tráfico nunca cesa, los choferes —amargados— se comen la luz del semáforo y el estrés de los peatones, a punto de ebullición, forman parte de la cotidianidad. Milagros, se trasladó hasta un reconocido café ubicado en la ciudad de Caracas. Al entrar, un aire de paz invitaba a sumergirse en un mundo diferente. El ruido y el desorden de la calle desaparecieron ante un paisaje tupido en aromas y sabores. El ambiente comenzaba a preparar el escenario para la función.
Por lapatilla.1eye.us
Milagros, de 28 años, quien decidió ocultar su identidad completa por seguridad, pidió un latte de vainilla, con unas galletas de chocolate y se sentó junto a los ventanales cristalizados. Sacó su teléfono nuevo —con tan solo siete días de haberlo comprado— tomó una foto a la merienda y probó el primer sorbo. Personas entraban y salían, mientras ella conversaba a través de su celular, sin imaginar que estaría siendo vigilada.
Luego de media hora, la joven guardó el teléfono y emprendió camino rumbo a su casa. Justo antes de llegar, se dio cuenta que un motorizado venía detrás de ella. Apresuró el paso, miró a su alrededor y la calle estaba complemente sola. El sujeto aceleró y se aproximó. Milagros intentó disimular los nervios e intentó abrir el portón de su residencia. Como es de esperarse en estos casos, la puerta demoró una eternidad en abrir.
Ya era muy tarde para escapar. El cazador ya tenía a su víctima acorralada sin salida. Era moreno, alto, con el cabello largo y de contextura gruesa. Su rostro era tan “desgraciado” que no vale la pena ahondar en detalles. Lo primero que pronunció fue: “No grites, dame el teléfono o te mato”.
La chica enmudecida pensó en la posibilidad de echar a correr, pero era inútil. Fueron los segundos más extensos de su vida. Milagros negó que tenía celular. El delincuente lanzó su segunda amenaza, mientras sostenía el bolso. Su voz era tenue, pero firme: “Dame el teléfono o te disparo”. Mientras se acercó más, casi a punto de irrumpir su vivienda.
Impaciente por la espera, advirtió por última vez: “¿Quieres que te dé los plomazos aquí, carajita? ¡Que me des el teléfonos te dije!”. Sus piernas comenzaron a temblar, un escalofrío inundó su cuerpo, y muerta de miedo, le entregó el equipo.
El hombre guardó el teléfono, mientras se alejó lentamente. Cerró su atraco diciendo: “No grites”. Nunca dejó de mirarla. A lo lejos, le mostró el arma. Continuó la carretera y se perdió entre la multitud. Como muchos venezolanos, debemos mencionar la frase tan afortunada y la vez tan cliché: “Al menos no le pasó nada. Lo material se recupera”.