Aquí nos vamos a terminar de morir todos». La caraqueña Roxina León eleva su voz entre cientos de emigrantes que han dormido a los pies del Puente Internacional Simón Bolívar, que une la colombiana Villa del Rosario con la venezolana San Antonio. Todos ellos forman parte del tapón que se ha formado en la frontera ante el regreso a cuentagotas impuesto por el Gobierno bolivariano.
Por: Daniel Lozano, El Mundo
Emigrantes convertidos en «armas biológicas», según la versión del vicegobernador chavista Lisandro Cabello, realizada al calor de la denuncia de Nicolás Maduro contra Colombia. La versión revolucionaria, como si de una película de ciencia ficción se tratase, asegura que el aumento de casos de coronavirus es el resultado de un plan canallesco para infectar primero a los emigrantes y contaminar de esa forma a Venezuela.
Rosina León no le compra la fantasía a Maduro, pero dispara a todos lados con el asentimiento bajo mascarilla de sus paisanos: «Aquí nos tienen como a perros, pero la realidad es que Maduro impide que volvamos a nuestro país».
En la fila de los lamentos, conformada ayer por cerca de 700 personas, todo son dudas y resquemores. El puente lleva cerrado cinco días a cal y canto, pese a las promesas de apertura total llegadas desde Caracas. «Maduro miente, engaña a nuestra propia gente. Ayer (por el lunes) nos devolvieron a 60, la Guardia Nacional no nos dejó entrar, nos pidió dinero«, se queja el más joven entre la indignación del resto.
En esta cola hay ancianos, niños, mujeres y hombres desesperados. Han llegado desde Perú y Ecuador. Desde Bogotá y Calí. A pie o en autobuses oficiales, que tienen preferencia para pasar al otro lado. Y a sabiendas de que si finalmente consiguen cruzar, les espera dos semanas de cuarentena en los refugios del Gobierno, que la oposición ha definido como campos de concentración: hacinados, en malas condiciones y con servicios mínimos.
En la mochila de Juan Goyo asoma una cuchara. El joven, de 25 años, ha caminado durante 10 días desde Bogotá. «En Bucaramanga sí me dieron cola en un autobús hasta Cúcuta», explica mientras recuerda los gestos de solidaridad recibidos. «En Venezuela las cosas están peor, pero al menos estoy en mi casa. Estoy seguro que volveré a Colombia cuando la epidemia acabe», vaticina el joven, quien trabajó durante tres años en una fábricas de zapatos.
Juan es el último en llegar a la cola del puente, convertida en un pequeño pueblo con «dormitorios» al aire libre. «¡Servicio de baño, barbería y se hacen recargas (de móvil)», grita otro venezolano, que forma parte del contingente de 7.000 emigrantes hacinados provisionalmente en Villa del Rosario, según la denuncia efectuada por su alcalde.
En pocos minutos se suman las protestas de quienes fueron expulsados ilegalmente de sus arriendos y de quienes han perdido su trabajo por culpa de la pandemia. Son tantos que hay que organizarse. Para eso está María Fernanda, quien se aproxima al reportero porque teme que se vaya a colar entre tamaño maremágnum. Y es que aquí, en la frontera del fin del mundo, las mujeres también mandan.
«Nadie nos ayuda y tampoco nos deja pasar. Hemos hecho una colecta para comprarle algo de comer a una embarazada», describe la estudiante de Derecho y esteticista. La jefa de las listas también tiene claro su destino actual: «Pese a todo, uno prefiere estar en su casa, aunque sea para comer yuca con sal». María Fernanda ha vendido su cabello por 12 euros para comer algo durante los días de espera.
Desde el cierre de fronteras en marzo y las cuarentenas y toques de queda en los dos países, más de 55.000 emigrantes han retornado oficialmente, muy lejos todavía de los más de 5 millones huidos de Venezuela. Otros cuantos miles lo han hecho a través de las trochas, los famosos pasos clandestinos que horadan la frontera. El despliegue desde la semana pasada de las Fuerzas Especiales de la Policía (FAES), los famosos «batallones de exterminio» de Maduro, han limitado el paso de la gente a quienes no llevan equipaje encima.
«Ya es hora de que el mundo sepa la verdad de lo que está ocurriendo. El puente es hoy un embudo, con problemas de orden social y seguridad epidemiológica. Es falso que Venezuela haya abierto el corredor, sólo permiten 200 personas por día, igual que desde el principio», concluye una autoridad colombiana, bajo anonimato, a EL MUNDO.