Cayó el gobierno de Evo Morales. Una sucesión de abusos tendientes a destruir la alternancia en el poder boliviano, coronados con un escandaloso fraude electoral comprobado y por demás documentado por propios y extraños, fueron el insoportable preludio de la ya consumada renuncia y posterior huida al extranjero del ex mandatario.
Las razones de la caída del gobierno de Morales son complejas y muy variadas; sin embargo, la historia enseña que el buen juicio requiere de tiempo y conocimiento. Por ello, más que en la explicación de qué es lo que acaba de pasar en Bolivia, centro mi atención en la significancia que dicho suceso tiene no solo para el futuro inmediato del pueblo boliviano, sino también para el presente y futuro de buena parte de la región latinoamericana en un marco mundial caracterizado por la crisis de la democracia como forma de gobierno.
Al día de hoy, cuando Evo Morales se encuentra asilado en México y Jeanine Áñez está ocupando el despacho presidencial boliviano, dos narrativas se enfrentan sin tregua en la opinión pública latinoamericana. Una dice que lo que acaba de suceder en Bolivia fue un golpe de Estado, la otra sostiene que no hubo golpe sino restitución del hilo constitucional tras un fragrante fraude electoral. Quienes sostienen la primera narrativa, aderezan sus opiniones con ingredientes emocionales que apuntan a explotar los profundos complejos raciales y sociales yacentes en Latinoamérica (“mi único pecado es ser indígena y pobre” sostiene Morales, al tiempo que quienes orbitan a su alrededor exclaman “las élites no pudieron soportar que un indígena tuviera poder”); paralelamente, quienes sostienen la segunda narrativa hacen acompañar sus argumentos también con emociones inclinadas a movilizar apoyos por miedo a perder la libertad.
Si la narrativa que centra su atención en la tesis del “golpe de Estado” logra imponerse como marco de la discusión pública latinoamericana sobre el caso boliviano, la región entera será aun más vulnerable a la incidencia ponzoñosa de las tiranías orientales y de los enclaves ideológicos aliados a ellas en occidente. En este escenario, la democracia como concepto y forma de gobierno sufriría una deformación nociva, al interpretársele no como la forma de gobierno donde la soberanía reside esencialmente en el pueblo, sino como ese régimen donde un caudillo reclama para sí el poder absoluto y, en nombre del pueblo, le prohíbe al mismo pueblo que pueda expresarse críticamente o que ose levantarse contra él. Esta tesis reforzaría aquella idea despótica que sostiene que la soberanía reside en el Estado, que es, en palabras de Hegel, “Dios en la tierra”; ergo, sería inmoral y una acción que acarrearía castigo revelarse en contra de la autoridad, aun y cuando esta sea ilegítima, injusta, sádica, criminal, ladrona, terrorista y tiránica.
Pero si por el contrario la narrativa que logra imponerse es esa que centra su atención en “el fraude electoral” como principio motor de los acontecimientos bolivianos recientes, la región será capaz de ubicarse en una posición mucho más fecunda para la defensa de la democracia como forma de gobierno donde el pueblo es esencialmente soberano, y donde la ley y la separación de poderes igualan a los ciudadanos sin importar sus diferencias en otros ámbitos de la vida. Bajo esta tesis, el pueblo no solo tendría el derecho sino además el deber de revelarse contra gobiernos dictatoriales, totalitarios o con pretensiones de serlo, pues el Estado, y sus autoridades accidentales, no son ningunas deidades a quienes no se les puede contradecir, sino más bien una creación humana para el beneficio y al servicio de los mismos hombres.
A Evo Morales no lo depuso el racismo ni el clasismo que él interesada y malsanamente ha intentado hacer ver por cálculos políticos particulares. El culpable de su caída fue él mismo, por pretender perpetuarse en el poder a cualquier costo; pretensión que no ha abandonado, aun y cuando haya renunciado y huido a cubrirse tras otro líder con inclinaciones despóticas.
La moneda está en el aire y ninguna de las narrativas parecen firmemente asentada. Ojalá los líderes políticos latinoamericanos genuinamente democráticos sepan juzgar qué está en juego en este momento a la luz de Bolivia, y se sumen, sin prurito alguno, a reforzar una idea fundamental: todo gobierno ilegítimo puede ser legítimamente derrocado por el pueblo a quien éste pretende esclavizar.