Felipe González es uno de los pocos políticos de proyección mundial que se ocupa de reflexionar acerca de los conflictos que sacuden al género humano y analiza las tendencias que despuntan a partir de esos nudos críticos. Hace unos días sostuvo una larga conversación con Soledad Gallego-Díaz, directora del diario El País. La periodista tituló la entrevista “El capitalismo triunfante está destruyéndose a sí mismo”. Además de denunciar la agresiva concentración del ingreso que se ha producido en el mundo con el avance la revolución tecnológica, y cómo la pavorosa crisis financiera de los años 2007-2008 no sirvió para atenuar esa perversa propensión, sino para exacerbarla, el expresidente del gobierno español examina la anomia que afecta a los sistemas políticos e institucionales en diversas partes del planeta.
Por Trino Márquez
Una de sus ideas centrales apunta a criticar la tesis según la cual “la democracia está por encima de las reglas institucionales”. Nada de eso. La democracia no puede utilizarse como carnada para destruir el sistema. Donald Trump, Boris Johnson y Jair Bolsonaro son mencionados por González como ejemplos de esos líderes, con más o menos carisma, que atropellan las normas establecidas, afincados en las mayorías circunstanciales que en momentos determinados los apoyan. Las instituciones y las normas que las regulan pueden ser modificadas, pero respetando los mecanismos institucionales previstos en el ordenamiento jurídico para garantizar que las reformas sean ordenadas y eviten el caos.
Felipe González recordó el atropello de Hugo Chávez a la Constitución de 1961. Apenas lo menciona de pasada. Vale la pena refrescar el episodio porque allí se encuentra en gran medida el origen de los desmanes que vinieron después. Debido a que Chávez había ganado los comicios de 1998 con una cómoda ventaja y una de sus principales ofertas electorales había sido la convocatoria a una asamblea constituyente, la Corte Suprema de Justicia decidió, pasando por encima de la Carta del 61, autorizar al recién electo Presidente a llamar a una consulta en la cual el pueblo se pronunciara acerca de si debía o no convocarse la Constituyente. Chávez impuso su voluntad con la aquiescencia del único órgano del Estado investido de la autoridad legal para impedírselo. El argumento central de la CSJ era que en las elecciones del 98, ya el pueblo se había pronunciado favorablemente por esa opción, pues había votado de forma categórica por la oferta del Comandante.
Siguiendo la lógica de Felipe González, el criterio democrático se impuso sobre el principio constitucional. La Carta del 61 no contemplaba la convocatoria popular a una asamblea constituyente, no porque a los diputados y senadores del Congreso instalado en 1959 se les hubiese olvidado. Ese tema no fue incluido en la Constitución exprofeso. Los parlamentarios desecharon la idea debido a que consideraron que la naciente y aún frágil democracia surgida en 1958, tras el derrocamiento de Pérez Jiménez, debía consolidarse. La experiencia enseñaba que las constituyentes en Venezuela solo habían servido para atornillar caudillos en el poder.
Esta práctica viciosa había que evitarla. La discusión aparece en los diarios de debate. Esta historia tenían que conocerla los miembros de la CSJ. Era su obligación. Aún así sucumbieron a la demanda de Chávez. Tras ese atropello a la Constitución vinieron en cascada todos los otros abusos. En la forma como se eligieron los integrantes de la Constituyente de 1999, se violó el principio de representación proporcional, una de las claves que había garantizado la estabilidad del sistema político y la reconciliación, después de los azarosos años 60, cuando la izquierda insurreccional se alzó en armas contra la democracia. Con menos de 60% de los votos, Chávez se quedó con 95% de los diputados constituyentes.
Es probable que Hugo Chávez no se hubiese detenido frente a los argumentos legales de la CSJ. Su talante autoritario, personalista y caudillesco habría convertido su capricho en una fuerza incontenible. Sin embargo, habría quedado el testimonio de un grupo de magistrados instruidos que habrían actuado, no para complacer al autócrata, sino para velar por el Estado de Derecho y la legalidad constitucional. Ese antecedente sirvió para que a partir de entonces la anomia, el desorden, la arbitrariedad, el desprecio por las instituciones y las reglas, que tanto preocupan a Felipe González, se entronizaran durante dos décadas en Venezuela. La nación es en la actualidad el compendio de todas las depravaciones autoritarias.
La recuperación de la democracia y el retorno a la convivencia civilizada solo podrán concretarse si entendemos, como sugiere Felipe González, que las instituciones, las leyes y las reglas, no son adornos florales que pueden suprimirse sin que se altere el paisaje. La aplicación a rajatabla del principio de la mayoría suele conducir a la destrucción de la libertad y de la propia democracia.
@trinomarquezc