Ahmed Muhammed recorre las pilas de escombros y recuerda el inicio de la violencia en su ciudad natal de Maiduguri, hace 10 años, que dio inicio a la insurgencia de Boko Haram en Nigeria.
“Escuchamos disparos -badadadada- por todos lados (…) Pensamos que era el fin del universo”, dijo a AFP este trabajador de los ferrocarriles, de 44 años.
A fines de julio de 2009, las tensiones entre la secta islamista y las autoridades en el noreste de Nigeria estallaron cuando el grupo lanzó una oleada de ataques y las fuerzas de seguridad respondieron con brutalidad.
El epicentro de la violencia era el cuartel general del fundador del grupo, Muhammad Yusuf.
Después de varios días de combates, Yusuf y centenas de integrantes de Boko Haram estaban muertos, pero el conflicto desató una espiral de violencia que devastó toda la región.
La mezquita y las viviendas que un día estaban en el lugar ahora son una pila de escombros, una especie de monumento al sufrimiento de una década.
En los 10 años desde el inicio de la rebelión, unos dos millones de personas fueron desplazados y 27.000 resultaron muertas, en un baño de sangre que manchó también a países vecinos.
Boko Haram convirtió vastas zonas en tierra de nadie, y acaparó los titulares de la prensa en el mundo con el secuestro de centenas de niñas escolares.
Aunque el ejército de Nigeria logró expulsar a los combatientes del grupo de las grandes ciudades, esos yihadistas se dividieron en facciones, aliadas al grupo radical Estado Islámico, que a su vez lanzaron sus propias campañas de violencia.
– Sin opciones –
Las oleadas del conflicto alcanzaron la aldea de Hadiza Bukar cerca de Baga, en las costas del lago Chad en 2015, cuando los combatientes de Boko Haram invadieron el área.
Bukar huyó con sus hijos gemelos recién nacidos, aunque dejó atrás a su esposo y otros dos hijos. Desde entonces, no volvió a tener noticia de ellos.
El resto de la familia está entre los 250.000 desplazados que luchan para sobrevivir alrededor de Maiduiguri, capital del estado de Borno.
En varias partes de la ciudad se alzan campamentos autorizados u ocupaciones informales construidas con chapas, palos y lonas.
El único lugar que Bukar halló para sobrevivir es el centro mismo de la insurgencia que despedazó su vida. Su improvisada vivienda se alza precisamente en los bordes del terreno donde están las ruinas del antiguo cuartel general de Yusuf.
“Nos han contado historias sobre lo que ha ocurrido aquí”, dijo, en referencia a la matanza de 2009. “Pero no tenemos opción. No tenemos dónde ir”, añadió.
Del otro lado de la ciudad, Idrissa Isah, de 45 años, sobrevive como puede.
Isah llegó a negociar reces para enviar a Lagos, capital de Nigeria, pero ahora todo lo que posee es un pequeño espacio cerca de su casa improvisada, donde un propietario le permite mantener algunos vegetales.
Con lo poco que cultiva completa esporádicas entregas de ayuda humanitaria y alimenta a su familia. Afirma no tener ningún apoyo del gobierno.
El hombre dice estar desesperado por retornar a su aldea de Makulbe, a 30 km de Maiduguri, pero los riesgos son muchos.
“Si pudiese volver… tendría una enorme granja. Pero no hay forma de que pueda hacerlo”, comentó.
– Tentativa de retorno –
Hallar una vía de retorno para los desplazados es fundamental para resolver la crisis humanitaria en el noreste de Nigeria.
Después de expulsar a los yihadistas hacia zonas remotas, el gobierno insiste en que la situación está estabilizándose, pero fuera de las ciudades los ataques persisten.
Cinco soldados murieron y seis funcionarios de ayuda fueron secuestrados este mes. El jueves, un ataque de Boko Haram mató a dos personas en un campo de desplazados cerca de Maiduguri.
En lo que va de 2019 unas 130.000 personas fueron desplazadas en el noreste de Nigeria, según la Organización Internacional para las Migraciones.
Ibrahim Bukar puede considerarse afortunado. Este contador del gobierno local aún recibe su salario de unos 80 dólares al mes, aunque no ha trabajado en su aldea natal de Bama, a 65 km de Maiduguri, desde que fue arrasada por la violencia hace cuatro años.
Pero eso no cubre siquiera un alquiler. Vive con su esposa y cuatro hijos en un cuarto, en casa de unos conocidos.
En octubre pasado, después de más de cuatro años, volvió a su casa: “No había nada, ni comida, ni agua potable, ni servicios de salud, ni maestros. Ni hablar de electricidad”, comentó.
Fuera de la ciudad, añadió, es imposible viajar seguro. Después de tres meses, Bukar se resignó y retornó a Maiduguri.
Los campamentos siguen llenándose. Un área alrededor del principal estadio de la ciudad fue abierto en marzo, y rápidamente alcanzó su capacidad máxima, de 12.000 personas.
Fatima Mohammed, de 38, se instaló hace tres semanas bajo una carpa con su esposo y dos niños pequeños.
La familia debió abandonar otro campamento desbordado de desplazados, y recorrió otros campos iguales desde que abandonó su aldea, hace cinco años.
“Todo depende de Dios. Si hay paz, volveré inmediatamente, pero sin paz no hay forma de que podamos retornar”, comentó.
AFP