“Madres de la diáspora infinita y dolorosa” por Jesús Peñalver @jpenalver

“Madres de la diáspora infinita y dolorosa” por Jesús Peñalver @jpenalver

A Fanny, mi hermana

El título lo he tomado de un trino del profesor Elías Pino Iturrieta y no me detendré a explicarlo, porque ya sabrán mis apreciados lectores de qué se trata. Sin embargo, solo diré que basta mirar, aunque de reojo, las condiciones de existencia en que estamos hoy en Venezuela

Valeria parió una niña. Con su llegada libre de pecado, solo pureza y amor, ha llenado de dicha a su familia. Ya no importa quién la embarazó, aunque el padre esté cerca. Ahora la madre ve en los ojos de su hija la mirada de Dios, da gracias al cielo y ahora ejerce el oficio materno con amorosa dulzura.





La maternidad es para celebrarla; a veces las cosas no pasan como las planeamos, como se esperan o como lo imponen los convencionalismos sociales. En todo caso, hay que decirle sí a lo que es, y hoy digo a esta joven madre -me la imagino con su niña en los brazos- que quiera y respete más a sus padres, que agradezca el cariño y cuidados recibidos, que perdone y se perdone. Valeria no tiene la culpa de nada que no sea vivir.

Ágata no pudo dar a luz en su primer embarazo, le fue interrumpido –vaya usted a saber la razón- y lejos de cuestionar el triste acontecimiento, sentí la pena de apuntarles a quienes la llevaron a eso, que quizá esa haya sido la única oportunidad que tendría en la vida para coronarse como mujer. Ágata se confió. Su regla no era regular. Su período no era el normal que experimenta la mayoría de las mujeres. Era esporádico, y quizá por esa condición personal llevaba una vida íntima libre y sin cortapisas, a lo mejor llena de amor y de promesas de pareja, hasta que su vientre se llenó de una criatura, de un diminuto ser que merecía vivir.

Pero Dios, que es Todopoderoso e infinitamente amoroso, la protegió y le permitió concebir a un hermoso niño. Hoy nadan en un verdadero mar de felicidad, en sana paz.

Isabela, por su parte, parió felizmente al hijo que llevaba en sus entrañas (una niña que resulto ser una Victoria de amor). Hoy hace uso del poder que tiene de dar vida, más allá del rechazo o aprobación que su embarazó recibió. Da gracias a Dios por esa nueva vida que trajo a este pícaro mundo. Isabela le da a la niña el maternal cuidado que necesita, la acompaña en todo momento, desde entonces y hasta siempre.

Con estas historias, hoy en su día, quiero expresar mi reconocimiento a todas las madres, y a los hijos y padres, recordando los versos de Andrés Eloy Blanco que hoy cobran más sentido que nunca:
“Y cuando se tienen todos los hijos de la tierra
se tiene un hijo, un solo hijo, la plenitud del hijo,
se tiene un hijo en dos o en mil o en uno”.

Porque cuando miramos al fondo de sus ojos se descubre en ellos la mirada infinita de Dios, sin maldad, sin pecado, solo amor, paz y misericordia. Y en este día, de los más cargados de sentimientos y más ungidos de amor –carácter comercial aparte- pues como dijo el poeta Virgilio: Amor Omnia Vincit, el amor siempre vence.

La Madre es en la tierra el centro de todos los afectos más puros y el término de las acciones más nobles. Por algo el vientre de la madre fue como el horno donde se cocinó la materia del corazón y se forjó el carácter; por algo los brazos maternales la primera, dulce y suave cuna en donde se meció el cuerpo del hijo; por algo el pecho de la madre fue el primer surtidor de alimento y el más tierno regazo para el hombre en formación; por algo sus labios fueron los primeros en dejar caer sobre los recién abiertos labios infantiles la dulzura de los besos; y su lengua la que enseñó a balbucear las primera palabras; y sus gestos, los que dieron expresión a las primeras ideas y trazaron para siempre, como el camino de estrellas, los caminos del bien.

La madre es la gran modeladora. La mano que mueve el mundo. La madre es la luz que nos ilumina, el faro que aclara nuestro firmamento, la que agranda nuestra suerte, por eso la amamos y la veneramos.

Los hombres son lo que quieran las madres. Por eso digo a mis hijos, y a todos los hijos del mundo, que sigan siendo ejemplo del amor y la alegría de la vida; que se acerquen a la poesía que es una madre noble y sigan amando a su mamá; regálenle flores y caminen tomados de su mano. Por eso este día, consagrado a la glorificación de la Madre, es un día de tan profunda resonancia y lleno de alegría y de unción.

Es cierto que para muchos hombres y mujeres el gozo de la celebración del día de las madres va mezclado con un doblar ronco de campanas, porque los labios de una tumba robaron, en hora de angustia, lo que la madre tiene de arcilla, lo que se corrompe en el sepulcro. Porque la Madre ha partido a dormir el sueño eterno de la tierra, y muchos han quedado sin su madre cerca. Pero no es menos cierto que este dolor se aclara con el recuerdo de la inmortalidad y de la resurrección feliz; el cristiano va tras la sombra de la muerte, el aleteo de la eternidad y sabe que no todo muere, ni todo se trunca ni todo se acaba. También la ausencia de las madres muertas, es recuerdo de paz y de alegría, máxime cuando al morir dieron la última de sus lecciones y el más elocuente de los ejemplos.

La verdadera muerte comienza con el olvido, y la bondad y el pan infinito del amor de madre son inolvidables.

Volviendo a la frase ajena y tan cercana que titula esta nota, a las madres abrazándolas les digo: hace casi un año mi madre cerró sus ojos con nosotros a su lado. Hoy mi hermana es una madre triste de “la diáspora infinita y dolorosa”. Pero confieso mi fe en que esa realidad cambiará.

Jesús Peñalver