Las lagunas con lirios y otras plantas acuáticas están en niveles críticos, las palmas se secan y unas cien especies han muerto: el Jardín Botánico de Caracas, un oasis de 70 hectáreas en la caótica capital de Venezuela, tiene sed.
Las fallas en el suministro de agua se agravaron por masivos apagones que afectan al país desde marzo. Ahora es habitual ver a caraqueños abastecerse en pozos naturales e, incluso, en caños que desembocan en el contaminado río Guaire.
El Jardín Botánico y sus 2.600 especies de flora no escapan a la crisis, pese a ser parte de la pública Universidad Central de Venezuela, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
El bombeo ya era deficiente antes de los cortes eléctricos. Hace ocho meses se interrumpió por completo en el parque, que depende de donaciones de cisternas en medio de una fuerte sequía.
“¿Cómo pedir agua cuando mucha gente no tiene en sus casas?”, dijo a la AFP el director de la reserva, Mauricio Krivoy, durante un recorrido.
En esa encrucijada, la institución lanzó una campaña para que le donen 100 cisternas. Mientras que especies vulnerables han sido cedidas temporalmente a otras entidades para salvarlas.
Dos gigantescos tanques, con capacidad para 3,5 millones de litros cada uno, salieron de operación por múltiples fallas.
La sed también es presupuestaria, con ínfimas asignaciones estatales, lo que ha hecho de las donaciones y el voluntariado mecanismos de supervivencia.
Tras gigantescas devaluaciones, el presupuesto de 2018 fue apenas de seis dólares, subraya la administradora del jardín, Gladys Vergel.
– “Un tesoro” profanado –
El Jardín Botánico alberga instituciones de gran valor patrimonial como el Herbario Nacional, con unas 450.000 muestras vegetales, algunas de las cuales datan del siglo XIX.
“Es un tesoro”, declaró a la AFP Neida Avendaño, curadora de esta enciclopedia vegetal, con largos pasillos de archivos con plantas deshidratadas.
Pero equipos del edificio fueron robados durante una ola de vandalismo hace dos años, incluyendo los aires acondicionados requeridos para mantener la temperatura adecuada.
A falta de ello, las muestras son guardadas en bolsas plásticas con bolas de naftalina para protegerlas de los insectos.
En 2017, un grupo de militares que custodiaba el lugar fue destinado a contener protestas opositoras, por lo que los robos se multiplicaron y hasta el comando fue desvalijado. La vigilancia ya regresó.
Techos y muros fueron derrumbados para robar vigas y cabillas. Un gigantesco árbol derribado sigue sobre una caseta y un busto del prócer Simón Bolívar, roto en dos pedazos, está en el suelo.
Un vivero de especies en riesgo de extinción también fue desmantelado. En su estructura base se apilan desechos orgánicos que sirven como abono para optimizar los limitados recursos.
– “Era un paraíso” –
El insuficiente presupuesto hace cuesta arriba adquirir plaguicidas y fungicidas. Un hongo acabó con decenas de palmas, cuyos troncos debieron ser quemados por la falta de químicos para evitar la propagación de esporas.
Los bajos sueldos -el salario mínimo equivale a menos de cuatro dólares mensuales en plena espiral inflacionaria- provocaron que la nómina de mantenimiento se redujera a la mitad.
Muchos se ausentan de sus puestos por los problemas de electricidad, agua y transporte en sus comunidades, al punto que unos seis jardineros responden por la conservación de las 10 hectáreas abiertas al público y las 60 de reserva, según Vergel.
“Esto era un paraíso, pero hoy está totalmente deteriorado. Es triste, pero es así”, comentó Pedro Mattey, con 15 años de servicio. En su casa tampoco hay agua desde hace ocho días.
Frente a las dificultades surgen iniciativas para salvar el parque, como un voluntariado con niños de una escuela vecina, destaca Krivoy.
Cada fin de semana, decenas de voluntarios colaboran con la poda y recolección de desechos.
“Hay dificultades, pero el Jardín Botánico no está muerto. Vamos a seguir”, promete Krivoy, médico cirujano y profesor universitario, cuya pasión por las orquídeas lo llevó a la botánica.
por Esteban ROJAS/AFP