El desastre económico que afecta a Venezuela ha provocado una crisis humanitaria, inédita en América Latina. Miles de venezolanos han buscado refugio en Brasil, Colombia, Ecuador, Perú y Chile, entre otros países, pero las dificultades para ser recibidos no han hecho sino agravar su dolorosa situación.
Por Jefferson Díaz en Letras Libres
Pavel Marcano llegó hace menos de un año a Quito. Con una gorra del equipo de beisbol de los Leones del Caracas, una pequeña mochila remendada, una carretilla y un pote lleno con veinticinco litros de chicha de arroz sale todos los días a vender en los diferentes parques de la ciudad. Lo único que se trajo de Venezuela fue el pote. El resto lo ha comprado poco a poco en Ecuador.
Hoy despertaste calculando como siempre
pensando en lo monetario
porque ese dólar que es una luna creciente
se come todo el salario…
Esa es una estrofa de “Echa pa’ allá” de Mulato que Pavel no deja de cantar mientras camina al parque de turno. Creció en Margarita, la isla más grande de Venezuela, y dejó a sus dos hijas. “Mensualmente les mando algo de dinero. Necesito pagarles el pasaporte para que puedan venirse”, me comenta al mismo tiempo que recuerda su travesía de cuatro días hasta Ecuador. Primero tomó un ferri de la isla a Puerto La Cruz, en el oriente venezolano, para luego coger un autobús hasta Caracas. Desde ahí, vendió algunas cosas: un reloj que le regaló su papá cuando se graduó de bachillerato, unas pulseras de oro que le dio su mamá y algunas prendas de vestir que no necesitaba.
“Logré reunir lo suficiente para llegar a Cúcuta en autobús.” Más de doce horas de recorrido.
En Cúcuta, se unió a un grupo de venezolanos de varias regiones del país: Maracaibo, San Cristóbal, Mérida y Barinas. “La idea era que estando en manada sería más fácil cruzar Colombia a pie. Entre todos, y eso que éramos veinticinco, no llegábamos ni a los cincuenta dólares. Muchas personas nos dieron la cola en sus carros y otras tantas nos regalaron comida. La parte más dura fue cruzar el páramo.”
Llegamos al parque donde venderá chicha hoy: La Carolina. Al norte de Quito. Desde ahí continúa cantando la misma canción:
Echa pa’ allá todo lo malo,
échate al agua que está rica.
Ven, no estás sola, te acompaño,
salta la olas con tu risa.
Pavel tuvo suerte, logró cruzar Colombia y entrar a Ecuador solo con su cédula de identidad. El gobierno ecuatoriano, a través del Ministerio de Relaciones Exteriores y Movilidad Humana, había ordenado que desde el 18 de agosto de 2018 únicamente pudieran entrar al país los venezolanos con pasaporte vigente. Esto iba en contra de la normativa local –la Ley de Movilidad Humana– y de convenios internacionales –de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur)–, donde se estipula que los ciudadanos de los países suramericanos pueden cruzar sus fronteras solo con la cédula de identidad. “Por eso necesito que mis hijas tengan pasaporte, no me puedo arriesgar a que no las dejen entrar”, asegura Pavel.
Sin embargo, la Defensoría del Pueblo del Ecuador consignó un recurso ante tribunales para derogar esta medida. El 24 de agosto, una juez dictaminó que los venezolanos podrían seguir ingresando con pasaporte o cédula de identidad. Fue una victoria corta, debido a que el ejecutivo ordenó que, para ser válidas, las cédulas presentadas por los inmigrantes deberían estar apostilladas o verificadas por un organismo internacional.
Dentro de la legislación venezolana no existe la figura de apostillar la cédula, y para que sea verificada por un organismo internacional, como la Organización de los Estados Americanos o Unasur, el gobierno venezolano debería brindar los datos del registro civil.
Por su parte, Perú también solicita pasaporte obligatorio a los venezolanos que deseen ingresar al país, a excepción de los menores de edad que viajen con un padre para reencontrarse con el otro, o personas con alguna discapacidad. A todos los demás que carezcan de pasaporte, solo les queda pedir asilo. Un proceso que, por la cantidad de solicitudes, se está demorando entre seis meses y un año. Eso sin contar que el gobierno peruano estableció que el Permiso Temporal de Permanencia (PTP) se otorgaría solo a los venezolanos que llegaron al país antes del 31 de octubre.
La principal razón de que sea tan difícil conseguir un pasaporte venezolano es la escasez de recursos para imprimir las libretas. Además, la plataforma tecnológica que maneja el Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería (SAIME) de Venezuela no está actualizada, lo que obliga a sus usuarios a tardarse hasta dos días para solicitar una cita de renovación o emisión de un pasaporte. Esto ha generado mafias dentro del sistema que pueden cobrar entre mil quinientos y tres mil dólares para sacar el documento en menos de una semana.
“Yo no tengo esa cantidad de dinero. Mis hijas tienen el pasaporte vencido desde hace un año. No han logrado conseguir la cita para renovarlo. Y ahora, con eso de apostillar la cédula, no sé cómo haré. Mientras tanto, les envío dinero para que compren comida y se mantengan”, me dice Pavel. Su jornada de venta diaria ronda las doce horas. Ya tiene algunos clientes fijos.
Pavel no ha podido ahorrar para sacarse la visa. En Ecuador la más popular entre los venezolanos es la visa temporal Unasur, un documento que permite permanecer legalmente en el país por dos años y está sujeta a renovación una sola vez. Su costo es de doscientos cincuenta dólares. Mientras tanto, está en el comercio informal o expuesto a las irregularidades de ciertos empleadores que se aprovechan del estatus migratorio para no pagar beneficios establecidos por la ley.
“Yo trabajé quince días en un puesto de comida rápida en la calle. El dueño me prometió que me pagaría el 15% de lo que vendiera. Pero dejé de trabajar con él hace un mes, y aún no me paga. Cuando le reclamé, me dijo que no podía decir nada porque yo era un ilegal.”
Vender cabello
Ana Vivas tardó quince días en llegar a Quito. Lo hizo caminando y haciendo autostop. Originaria de Barinas, al suroeste de Venezuela, tomó la decisión de emigrar luego de que sus tres hijos –dos varones y una niña– tuvieran dos meses sin comer carne o pollo. Sus manos están cuarteadas de tanto cargar las maletas y se cubre la boca para toser cada cinco minutos; los cambios de clima durante el viaje han hecho mella en su salud y padece una gripe que no se le quita desde hace una semana.
Para cruzar hacia Colombia tuvo que montarse tres maletas al hombro pasando a pie por una trocha paralela al puente internacional Simón Bolívar en San Antonio del Táchira.
Hace cuatro meses trató de sacarse el pasaporte venezolano, pero ante la lentitud del SAIME, prefirió jugárselas y cruzar Colombia sin papeles. La huella más significativa de su paso por la trocha, esos caminos improvisados que controlan mafias, la evidencia su cabello: está trasquilado. “No tenía para pagar los cuarenta mil pesos que me pedía el trochero, así que le di mi teléfono celular y parte de mi pelo. Me lo cortaron cuando llegué a Cúcuta.”
En los pueblos fronterizos de Colombia y Venezuela la moneda de cambio es el dólar, pero ante la falta de divisas por parte de muchos viajeros los comerciantes de ambas naciones se aprovechan de celulares, maletas, ropa y alimentos que puedan obtener para revender. También recolectan cabello para confeccionar pelucas que comerciarán en Bogotá.
Ana llegó al terminal terrestre de Carcelén, al norte de Quito, con cincuenta centavos de dólar. En Ipiales, Colombia, vendió una de las maletas que tenía –le dieron diez dólares– y con eso pagó el pasaje hasta Tulcán (ciudad fronteriza entre Ecuador y Colombia). Desde ahí negoció con el conductor de uno de los autobuses que hacen la ruta hasta Quito para que la llevara por los únicos dos dólares que le quedaban.
Quiere llegar hasta Lima, donde la espera su hermana mayor junto a la oportunidad de trabajar en la calle vendiendo arepas: “no puede enviarme dinero porque alquiló un departamento esperando mi llegada. Lo que quiero es hacer dinero suficiente para enviarles a mis hijos y a largo plazo traérmelos”. Ana solo tiene una Tarjeta Andina Migratoria, papel que le dieron en Colombia para poder movilizarse sin pasaporte.
El número de venezolanos que llega a países como Colombia, Brasil, Perú y Ecuador ha aumentado dramáticamente en los últimos meses. Según datos recolectados por la Dirección Nacional de Migración del Ecuador, en 2017 entraron al país 288 mil venezolanos, de los cuales solo registraron su salida 227 mil, una diferencia de 61 mil que permanecieron. En 2018 esta cifra creció de manera notable, porque hasta noviembre entraron más de un millón de venezolanos pero solo se quedaron 320 mil. La mayoría siguió su camino hasta Perú o Chile. Ecuador se ha convertido en el tercer país receptor de migrantes venezolanos en Sudamérica, solo después de Colombia con casi dos millones y Perú con un poco más de quinientos mil.
De acuerdo con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) a diario cruzan por el puente internacional de Rumichaca (entre Colombia y Ecuador) seis mil venezolanos en promedio, un aumento significativo respecto a 2017, en que cruzaron entre ochocientos y mil al día. Entre el 50% y 60% de estas personas continuará su viaje hasta Perú o Chile y la mayoría que se queda en Ecuador solicitará la visa Unasur o el estatus de refugiado.
No obstante, en un comunicado publicado por el ACNUR en marzo de 2018 –que confirmaba el estatus de los venezolanos como refugiados– se daba también a conocer que los procesos para otorgar asilo político son lentos en los países de América Latina: en Colombia puede tardar hasta dos años, al igual que en Ecuador, mientras que en Perú tarda seis meses, lo que explica por qué se ha convertido en el segundo país de la región con más solicitudes.
El primero es Brasil.
Las cifras del total de venezolanos que han salido en los últimos dos años de su país varían según el organismo, los números del ACNUR son conservadores porque se basan en los datos proporcionados por autoridades migratorias locales. En 2017 un millón 622 mil habían salido, según sus estimaciones. Por su parte, el Laboratorio Internacional de Migraciones de la Universidad Simón Bolívar de Caracas y las Naciones Unidas aseguran que tres millones han abandonado su país desde 2014 hasta finales de 2018. Siendo los países de mayor acogida Colombia, Estados Unidos, España y Perú.
Como Ana, hace un año yo mismo llegué a este país con mi esposa y mi hijo por la terminal terrestre de Carcelén. En aquel entonces, la situación no era tan precaria como lo es ahora. En la terminal no se observaba a familias enteras durmiendo en las bancas o en el suelo, esperando o pidiendo ayuda a los transeúntes para seguir su viaje.
A principios de 2018 Carcelén se convirtió en un gran dormitorio al aire libre y fueron los medios de comunicación locales quienes evidenciaron en parte las vicisitudes de una comunidad que desde hace años viene advirtiendo sobre la atroz crisis económica y social que vive Venezuela. Fue la administración de la terminal, así como diversas organizaciones privadas y públicas, las que procuraron buscar una solución a corto plazo para estas personas con la instalación de dos mesas de trabajo entre la Alcaldía de Quito, el Ministerio de Inclusión Económica y Social, la Cancillería, el Comité Internacional de la Cruz Roja (cicr) y otras instancias.
Los venezolanos en Carcelén no han sido ajenos a los ataques xenófobos. Se ha documentado la ocasión en que unas veinticinco personas estaban durmiendo en el estacionamiento y fueron rociadas por el personal de limpieza con agua en mangueras de alta presión. También están los venezolanos que ahora tienen que dormir fuera de la terminal, en una isla en medio de la carretera principal que da acceso a las instalaciones, porque ya no les dejan pernoctar dentro. No se les permite entrar con el pretexto administrativo de que ahora existen dos refugios adonde pueden ir, albergues que no cuentan con la capacidad necesaria para recibir a todos.
En su gran mayoría, los migrantes ahora pasan la noche en dos refugios habilitados por organizaciones no gubernamentales creadas por venezolanos residentes desde hace años en Quito. Está La Gran Sabana, cerca de Carcelén, y el de la Mitad del Mundo, al norte de la ciudad. Ambos son casas de paso donde los hombres solos pueden permanecer hasta tres días, y las familias hasta cinco. También había un grupo que dormía en carpas frente al terminal terrestre de Carcelén en un distribuidor vial, pero fueron desalojados por autoridades locales.
Venezuela no estaba acostumbrada a este tipo de migraciones. Comparada con Siria –un país en guerra del que emigran mil ochocientas personas a diario rumbo a Turquía–, es posible ver la magnitud de la crisis. Venezuela no está en guerra y diariamente unas tres mil personas cruzan el puente internacional Simón Bolívar desde San Antonio del Táchira hasta Cúcuta para no volver. En menos de la mitad del tiempo que ha durado la guerra en Siria, Venezuela alcanzó la mitad de los refugiados que ha dejado ese conflicto. Una situación sin precedentes en la historia de América Latina.
Sin entrada
Los venezolanos encuentran cada vez más restricciones para ingresar a los países de América Latina: Guatemala, Panamá y Honduras solicitan visas, que antes no se pedían. Para establecerse en Chile, ahora se debe aplicar para una visa “democrática” que se gestiona desde Caracas.
En México, la Unidad de Política Migratoria de la Secretaría de Gobernación publica con regularidad las estadísticas de ciudadanos devueltos al tratar de entrar al país: 55 venezolanos fueron deportados en 2014; 67 en 2015; 120 en 2016; 80 en 2017 y en 2018 esa cifra ascendió a 1,599. Después de Colombia y Ecuador, Venezuela se ha convertido en el tercer país de Sudamérica con más deportados desde México.
Las historias sobre deportaciones son poco amables. Recientemente entrevisté a dos venezolanos que habían sido deportados desde el aeropuerto Benito Juárez. Ambos habían ingresado con dinero, boletos de regreso y aval de que iban en planes de turismo. Para las autoridades migratorias mexicanas no hubo prueba suficiente y durante un día y medio los mantuvieron aislados en un pequeño cuarto con colchonetas en el piso, un baño y veinte personas más de diferentes nacionalidades antes de ponerlos en un avión con dirección a Panamá.
El primer ministro de Trinidad y Tobago, Keith Rowley, declaró que la isla “no está en condiciones” para recibir a refugiados venezolanos. Se trata de un país donde al día llegan unos cuatrocientos ciudadanos en barcos desde la costa oriental de Venezuela. Por redes sociales circulan videos en los que la policía de Trinidad detiene a estos migrantes y los encierra en pequeñas cárceles antes de deportarlos. Esta situación ha sido denunciada ante el ACNUR y Amnistía Internacional por violatoria de los derechos humanos.
El pasado 4 de septiembre, representantes de Movilidad Humana de once países de América Latina se reunieron en Quito para plantear soluciones ante el éxodo venezolano. Conocido como la “Declaración de Quito”, se redactó un documento de dieciocho puntos donde se esboza una ruta para que las naciones receptoras cumplan sus leyes pero también respeten los derechos humanos.
Uno de los puntos álgidos fue la solicitud que se le hizo al gobierno de Venezuela para que encuentre soluciones a la fuga masiva de sus ciudadanos o por lo menos documente como es debido dicha fuga. Desde entonces, el presidente Nicolás Maduro ha alegado que la crisis humanitaria es “un invento de los medios de comunicación promovido por Estados Unidos”. El mandatario venezolano también planteó el plan “Vuelta a la Patria”, que consiste en enviar aviones a los países donde se han registrado actos de xenofobia en contra de los venezolanos, para que regresen a su tierra.
Hasta finales de 2018 se habían enviado tres aviones: dos hacia Perú y uno al Ecuador. Un total de ciento ochenta personas volvieron a Caracas.
“Vuelta a la Patria” es uno de los tantos planes del gobierno para contrarrestar la migración masiva. Otro eje es la llamada “guerra económica” que el presidente Maduro y su gabinete de ministros manejan para explicar la falta de alimentos, medicinas y demás enseres de primera necesidad.
A su vez, desde la Asamblea Nacional se ha planteado la creación de una ley que incentive el retorno de profesionales calificados. La Comisión de Política Exterior considera que al menos el 40% de los profesores y el 60% de los médicos venezolanos emigraron para huir de la severa crisis, que se expresa en escasez e hiperinflación, un indicador que el Fondo Monetario Internacional estima cerrará en 10,000,000% en 2019.
El éxodo venezolano se convirtió en una crisis humanitaria. El cicr mantiene dos campamentos en Cúcuta y el ACNUR instaló uno en el estado de Roraima al norte de Brasil. Ahí se brinda a los migrantes atención médica y legal. Por su parte, la Corte Interamericana de Derechos Humanos mantiene un registro de los procesos que estas personas deben recorrer desde su país de origen hasta el de acogida.
Ana logró llegar a Lima. Desde aquella ciudad ha establecido una rutina de trabajo que consiste en vender arepas desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde. Por las noches, trabaja como empleada de seguridad en una empresa de textiles. “Al mes gano unos dos mil soles. Mando unos cuatrocientos para Venezuela, y con el resto compro materiales para seguir vendiendo mis arepas. A este ritmo, creo que puedo traerme a mis hijos para el año que viene.”
Pavel sigue vendiendo su chicha en Quito. Ahora procura sacar un permiso en la alcaldía para que los policías no lo molesten. “Ese permiso solo me lo dan si estoy legal. En dos meses pudiera ahorrar y pagar la visa Unasur. Quizás me vaya a Guayaquil que por allá hay más chance de conseguir trabajo como albañil o carpintero, que eso lo sé hacer muy bien.”
Ambos son el testimonio de un éxodo que sigue caminando desde Venezuela hacia distintas partes del continente. Otros también han optado por lanzarse en barcas para llegar a otras islas cercanas a Venezuela como Curazao y Aruba. Cada uno de ellos con la necesidad de conseguir un empleo estable para poder mandar dinero a casa.
Precisamente ese “mandar dinero a casa” mueve los hilos de Patricia Hernández, ginecóloga, que dejó Venezuela hace dos años: “Una noche se metieron a mi casa para robar. Amarraron a mi esposo, mi hija, mi hijo y a mí por doce horas. Creían que, por ser doctora, yo debía tener dólares y joyas. Al no encontrar nada, amenazaron con violarme si no les daba algo. Al final lo que se llevaron fue los televisores, celulares y algo de ropa. Esa noche decidí que debíamos irnos.”
Patricia contaba esta historia en llanto, especialmente porque ella y su esposo son los que partieron, dejando al cuidado de sus hijos a sus abuelos maternos. “Necesitamos reunir el dinero suficiente para sacarlos de Venezuela. Mi esposo está en Perú y yo acá, en Ecuador, fue donde conseguimos trabajo. Mi país necesita muchas generaciones para recuperarse.”
Generaciones que pasan lento. ~