Si algo comparten los populistas, además de creer que encarnan a toda una nación, es su incapacidad para ceder el poder cuando su proyecto se agota. La decisión de aferrarse al timón, cueste lo que cueste, la han compartido numerosos caudillos en América Latina, pero Nicolás Maduro en Venezuela es el más reciente y dramático caso.
Repudiado por buena parte de los venezolanos, señalado como un dictador por un amplio número de Gobiernos y probadamente incapaz de sacar a su país del atolladero económico, el sucesor de Hugo Chávez hace caso omiso a todas las señales. Maduro se atornilla al poder más para salvar a una cúpula que para buscar el beneficio de más de 30 millones de personas.
Cree que si permanece en la silla presidencial los venezolanos terminarán por cansarse y ese agotamiento, unido a los golpes represivos, aplacarán las protestas populares que han sacudido el país suramericano en los últimos días. Está jugando la carta de no aceptar que su tiempo pasó y de enseñar los dientes a todo aquel que le hable de quitarse del medio, convocar elecciones o asilarse.
En parte, se agarra a la silla presidencial para evitar el proceso judicial que le aguarda por saquear a una de las naciones más ricas del mundo, por haber empujado a cientos de miles de venezolanos al exilio y ordenado que los cuerpos armados apunten sus armas contra la gente común. Pero al intentar demorar el tribunal de los hombres, Maduro deja al chavismo sin posibilidad alguna de salir airoso del tribunal de la historia.
Cada día que se mantiene en el puesto de mandatario, que usurpó tras unas elecciones plagadas de irregularidades, destroza lo que aún pudiera quedar en el imaginario colectivo del legado de su antecesor. Ni los opositores ni los Gobiernos de derecha de la región han sido tan efectivos como Maduro en desmontar el mito de Hugo Chávez.
No en balde, en la segunda noche de protestas de este enero convulso, en San Félix, estado de Bolívar, los manifestantes prendieron fuego a la estatua de aquel comandante del Batallón de Paracaidistas que se instaló en Miraflores. Esas llamas iban dirigidas a todo el mito chavista que a finales del siglo pasado colocó los primeros barrotes de la jaula que hoy Maduro intenta mantener cerrada.
Al proclamarse presidente interino, el joven político Juan Guaidó no solo ha logrado llevar el tema venezolano al centro de la atención internacional, sino que ha puesto frente al espejo a todos aquellos que apoyaron las excentricidades de aquel militar que cantaba en los discursos y se creía una reencarnación de Simón Bolívar. No pocos de aquellos fervientes seguidores se han apresurado a entonar un tardío mea culpa por estos días.
Nicolás Maduro es hoy el principal enterrador del chavismo, el más efectivo recurso para desmontar todo un sistema que en sus inicios arrancó aplausos de millones de seguidores por todo el planeta.
Sin embargo, junto a ese funeral ideológico, cada jornada en que el gobernante venezolano se mantiene al mando, la tragedia del país se ahonda. Hasta el jueves pasado, la organización no gubernamental Observatorio Venezolano de Conflictividad Social (OVCS) cifraba en 26 el total de muertes ocurridas en medio de las protestas contra Maduro. La economía está paralizada y por las fronteras siguen escapando miles de ciudadanos cada día.
La testarudez de un puñado de boliburgueses ha extendido la incertidumbre de hacia dónde se dirige el país y avivado los fantasmas de un baño de sangre. El respaldo que les ha dado la cúpula militar podría acercar ese cruento escenario, porque -como todos los populistas- prefieren arrastrar en su caída al país que una vez dijo representar antes que reconocer que fallaron.
Corresponde a la comunidad internacional garantizar que en ese abismo histórico por el que se está despeñando Nicolás Maduro solo haya espacio para la camarilla que gobierna Venezuela y para el autoritario chavismo que la encumbró.
Publicado originalmente en 14Ymedio