Las verdaderas cinco etapas del despecho post-ruptura.
Perder a alguien hace parte de la vida. Yo he perdido una buena porción de mis seres queridos, algunos a través de la irreversible muerte, pero la gran mayoría a través separaciones o rupturas. Existen, supuestamente, según la psiquiatra suizo-americana Elisabeth Kubler-Ross, cinco etapas obligadas a las que nos debemos entregar todos los mortales expuestos a una pérdida amorosa; a continuación les presentaré mi interpretación libre de estas cinco etapas, a la luz de mi más reciente despecho.
Negación, aislamiento y exceso de información
Recuerdo estar en un accidente automovilístico cuando tenía 5 años. Regresaba con mis padres de casa de la abuela y atravesábamos la autopista. Era tarde en la noche y yo, con mi Elmo en mano, estaba en la silla del copiloto. Caí dormida tan pronto se encendió el motor.
Desperté con esquirlas de vidrio en mis párpados. El carro reposaba a orillas de la autopista mientras yo me encontraba aún en su interior, sola y sujeta al cinturón de seguridad. Un camión miraba de frente a nuestro auto y mis padres parecían conversar con la policía. El parabrisas había desparecido. Me tomó un tiempo comprender que acababa de vivir un accidente.
Eso es exactamente lo primero que siento al atravesar una pérdida. Soy consciente de que algo terrible acaba de pasar, porque la evidencia abunda y me rodea. Pero no logro recordar qué pasó. Como si todo hubiese desaparecido en un destello. Nunca lo siento del todo real. Siempre experimento una distancia considerable entre yo y lo que sea que acaba de ocurrir.
Y entonces empiezo a hablar. Siento la necesidad de contarle a todo el mundo lo que está pasando como si a fuerza de repetición, los hechos, por fin, se hicieran reales. Como si a fuerza de repetición las palabras pudieran sacarme de ese estado de disociación. Quizá, pienso, si un número suficiente de personas cree en aquella historia, quizá yo misma acabe por convencerme.
Soy fan de los “screenshots” (capturas de pantalla). Los soy aún más tras una ruptura. No me gusta compartir mi historia larga y tendida de los hechos. En cambio prefiero compartir los “screenshots” con aquellos a quienes pueda interesar. Así, si lo que estoy sintiendo resulta falso, no me siento sola en esta experiencia des-informativa. Todo es como una versión personal del efecto Mandela; solo que en esta versión personal juego el doble papel, por un lado soy quien pregunta ¿Hey, esto realmente pasó? y por el otro soy de aquellas personas que comparten foto evidencia demostrando que sí, definitivamente pasó.
Mis amigos son de voto limpio, de Si o No como su aporte a la democracia, así que veces ni siquiera responden mis mensajes. Los entiendo, ninguno preguntó ni pidió detalles de mi vida privada. Pero que los entienda no quiere decir que me importa, soy bastante insistente en invitarles a digerir conmigo la ruptura. Necesito saber de qué lado están, necesito encontrar más elementos que me permitan justificar mi miseria emocional. Esto no se los recomiendo. En serio, no lo hagan.
La rabia y ser lo peor
Una vez superada la fase de “negación” lo que me sigue usualmente es pensar: ¿quién carajos se atreve a hacerme esto? Me siento robada energética y existencialmente. Después, claro, viene la aceptación autoincriminatoria: me lo merezco. Todo esto pasó porque ciertamente soy la peor. Y es con esta resignación que una segunda ola de ira me golpea, ahora siento es rabia pero de ser la peor. Busco maneras para olvidar o por lo menos evitar pensar obsesivamente sobre esta triste autoincriminación.
Así, acabo naturalmente en Tinder escribiéndole a cualquier persona que 1) sea algo atractiva y 2) habite a 20 km a mi redonda. Puntos extra si se conjugan las 2. Tengo citas como cada tres días con hombres de dudosa procedencia, con quienes si mucho habré sostenido una conversación vaga, justo antes de salir. Estos encuentros suelen acabar de la misma manera: me permito 2 segundos de depresión y desespero y ya estoy lista para invitar al siguiente hombre de apariencia pseudo agradable y de personalidad mediocre, a casa.
Sin contar con el hecho de que ando para arriba y para abajo con una navaja en mi cartera de piel falsa, reconozco que en esta fase soy el sueño más mojado de cualquier asesino serial.
Me vuelvo juerguera. La fiestas son un espacio de sociabilidad peculiar: o gritas, o resumes magistralmente tus pensamientos, o logras acoplar la conversación al ritmo de los espacios entre canción y canción. Para mí en cualquier caso, no es más que el escenario perfecto para evadir la pena.
Siendo ese pedazo de persona autodestructiva, asisto con juicio a todas las farras del fin de semana. Cualquier minuto sobre la marcha es una gran oportunidad para procurarse una intoxicación etílica, y no ando precisamente dispuesta a perder ni desperdiciar oportunidades.
Negociación y pérdida de aretes
Repaso todas las decisiones que pudieron augurarme semejante desastre. Es como cuando pierdes las llaves de tu casa camino al trabajo y por alguna razón tu cerebro entra en modo Google Street View, tratando de identificar el momento y lugar preciso en el que las botaste. No importa si ya no importa, puede que alguien las haya encontrado pero de todas maneras necesitas saber dónde fue que las dejaste. Asimismo, entro en un bucle del que solo podré salir una vez identifique ¿qué hice mal? ¿qué pude hacer mejor? Todo y nada, por supuesto.
Si hubiera encontrado alguna manera de evitar todo lo que me llevó a estar donde estoy hoy, nada de esto habría pasado, ¿no es cierto?
De pronto fue un problema de “tiempos”. ¿Y si todo pasó muy pronto? ¿Y si la relación se acabó mucho antes de nuestra ruptura real? Reconozco que soy pésima descifrando lo anterior pero soy igual de mala detectando señales de alarma. ¿Debí salir corriendo ante el primer desinfle? ¿O debí ignorarlo todo pues ya era tarde para huir?
Ahora entiendo cómo se sintió Kim Kardashian después de haber perdido sus aretes en Bora Bora. Excepto que en mi caso los aretes fueron un man, y el único cuerpo de agua que incluyó esta historia fue el río de lágrimas derramadas por mí. El caso amigos es que hay demasiados ¿y qué pasaría sí…? que aún si se responden, no ayudaran a que la situación mejore.
Depresión y más depresión
Pensé que podía evitar “la depresión pos-ruptura” si, en primer lugar, ya tenía depresión. En mi cabeza, era como irrigar el mar. La verdad es que sí fue como irrigar el mar solo que con otro tipo de agua. El dolor de perder a alguien es de un calibre distinto al dolor que produce el solo existir. Hubo veces que me desperté sobresaltada de dolor, creyendo que no me sería posible superar aquel umbral. Falso. Me demostré estar equivocada cada vez que una ida a dormir concluyó en un cada vez más doloroso despertar. Es cierto: toda situación es susceptible a empeorar.
Muchas veces olvidé limpiar mi maquillaje o lavarme la cara antes de acostarme porque simplemente lloraba hasta quedarme dormida. También me levantaba completamente vestida sin saber concretamente dónde y cómo dormí la noche anterior. Incluso abandoné completamente la tarea de limpiarme la cara pues, ya estando en la inmunda ¿por qué no adornar la situación con una piel fea y dejada?
El hábito que si conservé y conservo tras una ruptura amorosa es el de actualizar las redes sociales del tipo y escribirle obsesivamente así nunca responda. No puedo creer que haya llegado tan lejos sin que me acuse de ser la exnovia psicópata que inspiró aquel personaje cliché de exnovia de televisión. Aunque tranquilos, nunca he llegado a lastimar conejos tipo Atracción Fatal.
Aceptación sin clausura
Los meses pasan. En un momento te descubres haciendo, enviando, y re-posteando memes oscuros pero de fina calidad. Te mantienes positiva: esta debe ser la cima absoluta de la aceptación, justo encima del emoji del muñequito que se encoge de hombros. Hay algo demasiado saludable en el arte de reírse de sí mismo.
No me malinterpreten, todavía quedan un sin fin de preguntas sin resolver. Pero es que la aceptación no necesariamente desemboca en un cierre. Cito las palabras de un amigo quien sabiamente me dijo durante nuestra conversación telefónica de cuatro horas: los cierres están sobrevalorados. Escucharlo fue un alivio, porque era cierto. Come bien, arréglate las uñas, aléjate de aquellos a quienes maltratas o te maltratan. Es como borrar archivos inútiles y viejos para abrir espacio a las 30 GB de la expansión de Sims, doloroso pero merecido.
La prueba de fuego, la que te gradúa de esa tusa tan perra es cuando no revisas más sus redes sociales. Mentira. Las seguirás revisando pero ya casi con desinterés, como para ver. Si me llegara a escribir no tendría el impulso inmediato de responder. La interacción no parece afectarme ya. Creo estar saliendo.
El problema es que uno cree estar saliendo de eso hasta que los ve con otra persona. Ser remplazada me genera un sentimiento raro pues no es que uno quiera volver con el man pero, la presencia de un tercero me recuerda la ausencia de ese “nosotros”. Después de esto se avanza y se retrocede cíclicamente. En mi defensa, sanar no es necesariamente un camino lineal y ascendente. A veces sucumbo en mis prácticas auto-destructivas, pero me garantizo que se den con buen intervalo, cada vez siendo más violenta y decididamente querida conmigo misma.