Aproximarse, desde la experiencia histórica, a la violencia que genera muerte y sufrimiento pudiera perder cualidad sustantiva cuando fechas y abrumadores números nos aleja de las consecuencias humanas de aquella.
Se ha estimado que al término de la guerra civil española, año 1939, 200 mil de sus habitantes fueron asesinados y 40 mil desaparecidos; en El Salvador, la guerra interna entre 1979 y 1992, dejó un saldo de 75 mil muertos y 8 mil desaparecidos; en Guatemala, el conflicto armado entre 1980 y 1996 se tradujo en 24 mil 900 muertos y cientos de desaparecidos y, en la vecina Colombia culminó este año la guerra iniciada en 1958 con números conmovedores, 250 mil muertes, 6 millones de desplazados, violaciones, torturas.
Las guerras civiles latinoamericanas culminaron con acuerdos de paz e intentos de reconciliación, búsqueda de la verdad y compromisos por más democracia y justicia social. Las firmas se estamparon después del derramamiento de sangre, de cientos de miles de cadáveres, violación de derechos humanos, sufrimiento de inocentes frente al tronar de los fusiles, el odio y la venganza; economías destruidas, condenando a sus pobladores a la pobreza, naciones lastimadas. Incluso con dos premios nobeles de la paz, uno justo, otro indigno.
Esas confrontaciones armadas destruyen el sentido de nación, aquel que por fuerza de procesos históricos construye una comunidad humana con espacios y características culturales, tradición y lenguaje, e históricas comunes que les identifica y da sentido ético-político. La existencia de una nación lleva implícito el compromiso humano superior de convivir civilizadamente y ser regidos por las instituciones, normas y valores que se den sus habitantes.
La nación venezolana está en riesgo. Las trompetas y tambores de la confrontación violenta suenan cerca, la crisis política y económica amenaza con desbordar la polarización política normal para convertirla en un enfrentamiento a muerte entre sus hijos e hijas, unos para preservar el poder, otros para tomarlo. Ya el saldo ha comenzado a contabilizarse en muertes, heridos, quemados, incendios de instituciones, atrocidades, amenazas, persecuciones y discriminaciones.
La división abre brechas en nuestra obligada coexistencia fraterna. Es el comienzo de lo que debemos parar ahora, no esperar acuerdos de paz luego de la desolación de la guerra y, mucho menos, la intervención o injerencia de poderes o intereses extranjeros.
Eleanor Roosevelt, participante en la declaración universal de los derechos humanos, 1948, reclamo que “No basta con hablar de paz. Uno debe creer en ella y trabajar para conseguirla”. Es el momento para darle una oportunidad a la paz en nuestra nación. El Presidente de la República Nicolás Maduro la hace suya y la convoca, el liderazgo opositor democrático la adhiere en su discurso, el alma profunda venezolana conformada antropológicamente en el capitalismo rentístico rechaza la violencia, por formación religiosa y tradición somos solidarios y generosos. Al pueblo, uno, identificado con el ideal socialista y chavista del que formo parte y, el otro, democrático y opositor al actual gobierno, le está negado abrir las compuertas de la guerra civil, somos una nación y como tal debemos preservarnos y mostrarnos al mundo que nos observa.
El liderazgo de la sociedad debe imponer el diálogo, la negociación y el acuerdo sumario; estamos obligados a derrotar cualquier socialización del odio, el rencor, la intolerancia y la amenaza que lacere la convivencia democrática, civilizada y pacífica de la nación.
Hay que evitar el riesgo que el actual conflicto se escape de las manos del liderazgo político de una y otra opción y tengamos en los próximos días una gravísima escalada de más violencia y muerte. Las ocurridas ya son una tragedia como sociedad y ausencias irreparables para sus familiares, no más.
No soy iluso al escribir esto, lo hago de buena fe, pensando en el porvenir de nuestros jóvenes, en un destino superior para todos; “Hay que ganar la paz” era el título de un documento redactado por Albert Einstein en 1945, en ese texto el científico apelo al espíritu de solidaridad y confianza, de generosidad y fraternidad entre los hombres para que prevaleciera en la mente de quienes toman las decisiones que determinan el destino de la civilización planetaria, lo hacía intentando evitar el ataque nuclear contra Hiroshima y Nagasaki.
Es apremiante ganar la paz de la nación, apelamos a los valores que referenciaba Einstein para que respetándose los poderes legítimos emanados de la voluntad sagrada del pueblo, esto es, El Presidente de la República y la Asamblea Nacional, dialoguen, negocien y acuerden sin injerencia externa una salida civilizada, democrática, responsable e histórica al actual conflicto.
Nadie podrá sustituir o aplastar al otro y, de cara a los desafíos del crecimiento económico y social, la superación del modelo rentístico petrolero, el cierre de la brecha científica tecnológica y la educación de excelencia, la derrota de la pobreza y la desigualdad, nos necesitamos todos y todas.
Respetando la Constitución, cuidando la vida de todos, rechazando y condenando la violencia, comprendiéndonos y tolerándonos en la multiplicidad de ideas y voces, promoviendo la justicia y la no impunidad, siendo adversarios en proyectos políticos de sociedad y no enemigos ansiosos de poder, es la manera de ser consecuente con la paz en esta hora.
La muerte que trae la guerra hiere profundo las comunidades humanas, con la PAZ es posible construir una gran nación, la nuestra, Venezuela.