Mientras Gabriela hace una cola de dos cuadras para entrar a la cárcel de máxima seguridad de Tocuyito, en el estado Carabobo, cuenta que hace tortas, donas y conservas para vender en los mercados de Valencia. El dinero que recoge no es para comprar comida, sino para asegurar que su hijo mayor, Fernando, preso por llevar un facsímil de arma de fuego en Valencia, no pase necesidades como la mayoría de los reclusos. Debe reunir unos 24.000 bolívares al mes, publica El Nacional.
Por NATALIA MATAMOROS
Ella debe disponer semanalmente de 6.000 bolívares para pagarle “la causa” al pran el Richardi, que incluye el derecho de permanencia en el penal sin ser víctima de acoso y poder usar celular, a pesar de que la tenencia de estos equipos allí está prohibida por ley. Hay una tarifa opcional de 5.000 bolívares por entrar al penal sin hacer cola, pero ella opta por no hacerla porque no puede pagar más.
“Prácticamente trabajo para mantener al pran”, afirma.
Aquellos reos que no cancelan el dinero exigido por el “Papa”, uno de los motes del pran, duermen en un rincón, entre el pabellón y las caminerías de la cárcel, sobre colchonetas deterioradas que exhiben trozos de goma espuma.
Cuando uno de los presos le cae bien al pran, este le da albergue en una pieza rudimentaria, unos ranchos construidos con retazos de madera a los que llaman Ciudad Tablita. Los que son trasladados a otras cárceles “venden” la pieza por entre 30.000 y 50.000 bolívares.
Todo el que entra al penal debe conocer al “Papa”, preso desde hace dos años por tráfico de armas. Tener armamento también es un derecho que se le paga con cuotas semanales.
Los reos que llevan su fusil u otro tipo de armamento por los pasillos los usan para inspirar respeto. Lo dice uno de los presos que era pistolero en el barrio El Cambur, en Carabobo, lugar donde residían los asesinos de la actriz Mónica Spear. “Hay que seguir las reglas del `Papa”.
Droga como arroz
En la Máxima todo es negocio. Dentro los presos ejercen la buhonería como oficio y para pagar “la causa” cuando no lo hace el familiar. En las mesas que colocan en los pasillos, además de harina, leche, pasta y azúcar a precio de bachaquero, venden porciones de crack (piedra), crippy (marihuana sintética), porros de marihuana y pitillos de perico. Uno de los reos vendedores gritaba: “Hay cigarrillos, harina y piedra”.
Algunos puestos tienen una pequeña báscula en la cual pesan la mercancía; otros la tienen envuelta, lista para llevar.
Visitantes y presos comunes adquieren sus envoltorios libremente sin la presencia de custodios ni funcionarios de la GN, que se limitan a requisar en la entrada.
Cada rincón de la Máxima de Carabobo está impregnado del olor a marihuana. Los que la fuman y la venden no se preocupan por esconderla de los niños que los sábados acuden de visita al penal. A la par hay locales de venta de cachapas, casas de empeño, barbería y farmacias improvisadas, donde expenden al detal desde un analgésico hasta pastillas anticonceptivas que están escasas en el mercado formal.
Las instalaciones de esta cárcel no son lujosas como las de Tocorón, pero tiene comodidades y servicios: una piscina pequeña y un galpón con una sala de baile con capacidad para 1.000 personas. Todos los fines de semana está abierta y llena. Allí funciona la discoteca El Desas3, nombre de la banda delictiva que encabeza “el Richardi”. “Lo tenemos todo en esta disco, solo falta el tubo de poledance”, dice un preso.
Al frente, en una licorería preparan cocteles al gusto de los visitantes. La piña colada y los tragos Sexo en la playa, Daiquirí y Margarita los sirven en vasos decorados con sombrillas y trozos de fruta, como en los clubes vacacionales. Frente al pabellón 3 se encuentra una cría de cerdos y más abajo vacas y un terreno donde proyectan construir una manga de coleo.
Del otro lado se ve un huerto donde la población evangélica cultiva maíz y cuando recogen la cosecha la venden a los visitantes.
Presos enfermos y ladrones son castigados
En el templo evangélico Cristo Te Ama, ubicado en uno de los pasillos de la cárcel de máxima seguridad de Tocuyito, en lugar de asientos y un altar hay colchonetas con sábanas rotas que cubren los cuerpos cadavéricos de 17 presos enfermos de tuberculosis. No paran de toser y están debilitados porque comen poco. Algunos solo reciben la comida que les llevan los familiares y otros se alimentan de las sobras de arroz o pasta de algún compañero que dejó el plato a medias.
“Chama, ¿me puedes regalar un pedacito de pan?”, pide uno de los reclusos que tiene un tapaboca roto y no quiere acercarse mucho para evitar más contagios. A ellos los atiende un enfermero del servicio médico del centro penitenciario, pero no los visita todos los días, sino tres veces a la semana para suministrarles el tratamiento. Son cuidados por un pastor que permanece en la puerta del templo día y noche. Él los ayuda a gestionar medicamentos y a recoger dinero para comprar lo que ellos necesiten, a través de un pote colgado en la puerta del templo.
En los pasillos del penal comentan que ya han muerto cuatro de tuberculosis. Ellos fallecieron porque no fueron trasladados a tiempo al centro asistencial. “Cuando el pran canta una luz de que nadie puede pernoctar en los pasillos toda la población debe resguardarse y por eso los traslados no se hicieron oportunamente”, dice un preso.
Los tuberculosos no son los únicos que están aislados en la cárcel de máxima seguridad de Tocuyito. Allí también están los llamados “anegados”: un grupo de 60 presos, unos tuvieron la osadía de desacatar las órdenes del pran el Richardi, y otros robaron durante la visita. “Quienes quebrantan las reglas impuestas por el Richardi son castigados”. Todos tienen cicatrices por tiros que recibieron como “pela” “por haberse portado mal”. Uno de esos es Frank. Tiene una venda en la mano derecha.
A él lo tirotearon hace dos semanas porque robó a la madre de un preso en la visita dominical. Lo llevaron a esa área custodiado por al menos cuatro pistoleros que cuidan de que no se escape..
El espacio que comparte Frank con el resto de los “anegados” se ubica entre dos pabellones.
Los presos colocan toldos de lona para protegerse de la intemperie y colchonetas para dormir. La mayoría come, como los enfermos, las sobras que les llevan familiares una vez a la semana. Se evidencia en su aspecto físico: cuerpos esqueléticos y labios blancos.
En esa zona habilitaron un pozo séptico, cuyos olores se perciben a 500 metros de distancia. “La estadía es insoportable en ese espacio”, dice Frank al narrar que esa mañana un recluso había intentado suicidarse cortándose el cuello.
Lo llevaron a la enfermería y lo pudieron salvar, pero cuando se recupere volverá a ese lugar, afirma. Ese preso no ha sido el primero que ha intentado suicidarse. Este año varios, que tienen enfermedades crónicas o que están en el área de los anegados, han optado por esta drástica medida para “escapar de ese infierno”.
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