Como una ola provenían de la plaza Bolívar risas infantiles, alegres y repetitivas. Una noche de domingo, de cielo despejado y media luna.
Dentro, en los pabellones, los reclusos no dejaban de moverse, de mezclar voces, necesidades y peticiones. Sus cuerpos siguen -aún hoy- entumecidos de cercanía y precariedad. Allí, junto a ellos, el aire se vuelve irrespirable, el ácido de la orina y la hostilidad del ambiente arrinconan a los visitantes que acuden a los calabozos de Poli-Valencia, en Carabobo.
Karen Grisel Mendoza / Notitarde
“Hoy tenemos una población que asciende a los 100 detenidos”. El funcionario habla fuerte, casi gritando, mientras sostiene la pajiza. De manera simultánea los privados de libertad se exasperan en los cuarticos donde permanecen hacinados.
Desde las altas ventanas cuelgan como trapos decenas de brazos que sostienen las garrafas de plástico clamando por agua, por comida, por algo qué masticar. Un barullo, un silbido, un grito. Todo a la vez, mientras los integrantes del grupo de la Iglesia sostienen la bandejita con sopa caliente.
La población es mayoritariamente masculina, en un sondeo rápido se intuye que los detenidos rondan entre los 25 y 30 años de edad. Han cometido delitos comunes y están pagando por ello.
Frontera imperceptible
Los pasillos, el comedor, los dormitorios y hasta el baño de los policías han sido destinados para encerrar gente que vive invisibilizada y cuyos traslados están lejos de concretarse.
Los visitantes fueron recibidos por los policías -siete, para ser precisa- quienes daban instrucciones de dónde pararse, dónde poner las ollas con el caldo, cómo servir las bebidas, cuántos platos preparar y otras directrices más.
Una línea invisible divide el mundo de los reos, de los privados de libertad, de los “mala conducta”, de los presuntos delincuentes, de los presos, una línea invisible hace de todos los presentes dos grandes grupos. Bueno, tres. Los que se han portado mal y están tras las rejas, los policías que en la medida de lo posible intentan implantar el orden y los que asisten a socorrer espiritual y materialmente a los primeros y a los segundos.
El arcángel prisionero
Arcángel se acerca y dice que él es un preso, pero que se porta bien y los funcionarios le tienen confianza, que va a ayudar a servir porque conoce las celdas y la viveza de sus compañeros, así que repartirá la comida. Pero que por favor le llenen hasta arriba la taza y que le agreguen un jojoto para matar el hambre.
A las mujeres les recomienda no acercarse mucho a los hombres. Porque podrían gritar obscenidades y hasta insinuarles “cosas”.
Arcángel no es su nombre, es el de su hijo. Pero a él le agrada que lo llamen así. Dice que eso lo motiva a aguantar hasta reencontrarse con su familia.
Parados en el centro del patio, los detenidos escudriñan a los visitantes, quienes no son familiares ni amigos, con quienes no intimarán en lo absoluto, pero a quienes les recibirán un sopa caliente un domingo por la noche.
A muchos de ellos la piel les recubre los huesos a consecuencia del hambre, del olvido, de la desidia. Si la familia no les lleva comida, difícilmente se alimentan. Dos reclusos permanecen esposados dentro de una “perrera” accidentada. Desde allí el hombre grita a modo de advertencia que no lo dejen por fuera en la distribución.
¡Cállate, ya te escuché! Le ataja el funcionario y éste replica -¡Voy ahí pegao!
-Faltan 45 de la última celda. ¿45? Pensamos que eran menos. ¡No, 45! Y no hemos contado a los de los pasillos. ¡Dios mío! Bueno, en nombre de Dios que alcance la sopa, se mentalizan los visitantes, que en esta oportunidad son católicos, pero puede que luego vayan evangélicos o cualquier agrupación social.
– ¡Si queda algo échamelo en este envase, nosotros tampoco trajimos cena! Dice uno de los uniformados que desde el inicio mantuvo un cigarrillo entre los dedos.
El sol del lunes en la mañana entra por la rendija de los cuartos, los detenidos piden que les saquen de los espacios sus excreciones, que huele mal, que quieren llevar sol, que siguen teniendo sed, que se quieren estirar antes de volver a su pequeño infierno, porque saben que ese día tampoco serán procesados, ni trasladados, ni nada. Porque nadie piensa en ellos, en ocasiones, ni su propia familia.
Al respecto, el pasado 4 de septiembre, el defensor del pueblo, Tarek William Saab afirmó que los hacinamientos en los calabozos son brutales y superan hasta 10 veces su capacidad con más de 30 mil detenidos en todo el país.
¡Gracias cura, gracias muchachos! Se escucha entre las rejas. ¡No nos olviden, a nosotros también nos da hambre y no podemos bachaquear!