El hecho de que Nicolás Maduro reconociera públicamente su derrota tan pronto el CNE dio a conocer los resultados de aquella jornada electoral, se percibió como una señal de que quizá estaba por producirse en Venezuela el triunfo de la política. Lamentablemente, no tardó mucho Maduro en reacomodar su discurso al automatismo autocrático de su brújula política: una cosa era perder las elecciones por unos cuantos votos y otra muy distinta recibir una monumental paliza a manos de adversarios que prometían cambiar drásticamente la ruta del Estado y que llegaban, incluso, a plantear un final anticipado de su gobierno y del régimen.
La respuesta desesperada de Maduro fue poner en marcha mecanismos que ataran a la nueva Asamblea Nacional de pies y manos. Primero, la instalación de un Parlamento Comunal, adefesio contemplado en la Ley de Comunas de 2009 pero jamás constituido, como contrapoder legislativo de la Asamblea Nacional. Casi enseguida, el nombramiento y juramentación, fuera de la legalidad, de nuevos magistrados principales y suplentes del TSJ, todos ellos militantes del PSUV, con la única finalidad de contener judicialmente la acción legislativa de la nueva Asamblea. Por último, la desmesura de impugnar ante la Sala Electoral del recién renovado TSJ la elección de 4 diputados electos en el estado Amazonas, tres de ellos de la oposición, proclamados en su momento por el CNE, para arrebatarle a los partidos de la oposición la decisiva y todo poderosa mayoría calificada de la Asamblea.
Se trataba, a fin de cuentas, de negar la realidad del vuelco dramático que acababa de conmover la estructura hasta ese día sumisa de la Asamblea. De paso se ponía en evidencia que, más allá de cualquier ingenua conjetura, la verdadera causa de la actual crisis venezolana es la contradicción, esencialmente ideológica, entre el sistema político y económico impuesto a los venezolanos por la naturaleza roja rojita del eje La Habana-Caracas y el impostergable deseo expresado en las urnas del 6-D por la gran mayoría de los electores de restaurar en Venezuela la democracia liberal como sistema político y económico.
La comprensión de esta realidad, cuyos efectos más desoladores son el desabastecimiento de alimentos y medicinas, la hiperinflación y la devaluación desenfrenada del bolívar, ocasionó esta aplastante derrota electoral de la llamada revolución bolivariana. Y la razón que explica la firmeza de Henry Ramos Allup para asumir, en el excelente discurso que pronunció tras jurar su cargo, dos compromisos que calificó de “no transables”, aprobar de inmediato una Ley de Amnistía que ponga en libertad a todos los presos políticos, y buscar “la salida constitucional, pacífica y democrática para la cesación de este gobierno” en un plazo no mayor de seis meses. Cambios políticos de fondo sin los cuales no es posible enfrentar el desafío de recuperar a Venezuela para la libertad y el progreso material de todos.
Con esta terca resistencia del régimen a renunciar a su más auténtica razón de ser y con la firme voluntad opositora de enderezar el torcido rumbo de la nación, Venezuela se adentra ahora en un espacio de grandes cambios pero también de crispación creciente, con un destino incierto, cuya primera etapa, que ya está en marcha, será la ingobernabilidad. Crisis cuyo desenlace final, en manos exclusiva de los venezolanos, no puede ser otro que la transición de un socialismo cada vez más totalitario, a la manera cubana, a la democracia como sistema político y como forma de vida. Cueste lo que cueste.