En los tres últimos lustros se han profundizado los déficits institucionales en materia de justicia y seguridad ciudadana, con el resultado más pernicioso de todos: la impunidad. La familia, la comunidad y la escuela son espacios que también han sido ganados por la violencia y la lenidad. En general, la paz y la solidaridad se suman a los bienes de primera necesidad que escasean en Venezuela.
La crisis de inseguridad ha llegado a extremos verdaderamente alarmantes, como los linchamientos, los descuartizamientos y, más recientemente, las demostraciones de poder bélico que hacen los grupos de delincuencia organizada que atemorizan a los cuerpos de seguridad del Estado. Nos referimos específicamente a los cinco ataques con explosivos a puestos policiales registrados este fin de semana.
El Estado debe enfrentar estas amenazas a la seguridad ciudadana mediante una política pública integral, sostenible y coherente. Además es imprescindible una plural y suficiente participación ciudadana que la legitime y no dé cabida a abusos en el ejercicio de la autoridad y a la violación de derechos humanos.
Sin embargo, lo que hemos visto en los últimos meses es todo lo contrario: la profundización de una violencia institucional, es decir la que se ejerce y fomenta el propio Estado.
Esa marcha a contracorriente de lo que indican los estándares internacionales sobre seguridad ciudadana que, por ejemplo, proscriben la intervención de los militares en funciones de seguridad, se puede verificar en dos iniciativas gubernamentales recientes: las llamadas Operaciones de Liberación del Pueblo y los decretos de estado de excepción. En ambos casos, el gobierno actúa en forma reactiva y abundan las suspicacias sobre propósitos electorales inconfesables. Pensemos en la supuesta popularidad de las políticas de mano dura y el altavoz que le ponen los medios de comunicación oficialistas a los resultados oficiales de las razzias policiales y militares, sin tomar en cuenta que constituyen la reedición de prácticas de revictimización de los sectores más pobres de la población. Específicamente, el gobierno utiliza las técnicas del marketing electoral para divulgar el número de supuestos delincuentes muertos (“106 choros muertos”, tituló Últimas Noticias en su primera página) y la presunta reducción del contrabando en la frontera. Pero ni remotamente se refiere a las detenciones arbitrarias en el contexto de las OLP ni a la crisis humanitaria causada por la deportación masiva de colombianos, según lo certificó in situ la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que, por cierto, no pudo complementar su trabajo en el lado venezolano de la frontera, porque el gobierno venezolano no permitió su paso. Y en el plano estructural, el chavismo también omite causas fundamentales: que es responsable de armar a las bandas criminales que ahora dice combatir, a través de estrategias que han tenido resultados contraproducentes, y que también ha fomentado el desgobierno en la frontera, a modo de zona de distensión, a favor del narcotráfico y de grupos irregulares a los que poco les importan las nacionalidades.
La pregunta está en el aire: ¿qué pretende el gobierno con la promoción de una política de mano dura contra la criminalidad y el contrabando? Todas las encuestas indican que el deterioro socioeconómico sin precedentes en el país ha causado una merma en la popularidad del chavismo gobernante. El chavismo está en su peor momento electoral y no por el imperialismo o la inteligencia de la oposición. La coyuntura se parece a una implosión por la sumatoria de torpezas y abusos en el ejercicio del poder público.
Por más que el gobierno intente desviar la atención de la opinión pública, los venezolanos padecen cada vez más directa y cotidianamente la escasez de alimentos y medicinas, la hiperinflación y la violencia criminal, con los respectivos impactos negativos en la plena vigencia de los derechos humanos en el país.
El presidente Nicolás Maduro acaba de decir en Naciones Unidas, como si fuera una prueba irrefutable de democracia en Venezuela, que nos acercamos al vigésimo proceso electoral desde que el chavismo ascendió al poder. No faltará quien recuerde que en los escenarios internacionales ya se asume como un principio universal lo que está consagrado en la Carta Democrática Interamericana: las democracias son algo más que la celebración ritual de elecciones periódicas que otorgan legitimidad de origen a un gobierno. Más bien se trata de respeto absoluto a los derechos humanos, que confiere legitimidad de desempeño.
Otra pregunta esencial que está en el aire no se la hacen los que asisten a la Asamblea General de la ONU en Nueva York, sino los electores que acudirán a las urnas el próximo 6 de diciembre y estarían dispuestos a hacer la más definitiva de las colas en procura de una mejor calidad de vida: ¿Con este gobierno estamos mejor o peor? ¿Qué cree usted respetado lector?