Comer carne de perro es habitual en Corea del Sur, pero algo está cambiando. Algunos productores arrepentidos han cerrado sus explotaciones caninas y han decidido entregar en adopción casi 200 ejemplares a familias de Estados Unidos. EFE
“Cuando vendía un perro a un distribuidor o a un restaurante, a veces se me saltaban las lágrimas”, confiesa a Efe Kim Jin-young, de 53 años, que hasta el mes pasado regentaba junto a su marido una granja con más de un centenar de canes para consumo humano.
Kim ha sido la tercera granjera en unirse a la campaña iniciada en enero por Humane Society International (HSI), que ofrece apoyo económico y logístico a quienes deciden cambiar la crianza de perros por otra actividad, en el caso de Kim, la agricultura.
La ONG defensora de los animales, con sede en Washington, ha liberado así a 186 perros surcoreanos para enviarlos por avión a San Francisco (EE.UU.), donde les esperan sus nuevas familias adoptivas.
En todo caso “queda mucho trabajo por hacer”, reconoce Kelly O’Meara, responsable de animales de compañía de HSI.
En Corea del Sur hay todavía más de 17.000 granjas activas y cada año se comen dos millones de perros, según datos del Ministerio de Medio Ambiente.
La carne de perro o “kaegogi” es desde hace miles de años parte de la dieta coreana pues se le atribuye propiedades beneficiosas, desde aumentar el vigor sexual masculino hasta acelerar la recuperación tras una cirugía o tonificar la piel.
Debido a su intenso aroma y a su textura correosa generalmente se consume en sopa, aunque también se sirve hervida o presentada en tiras.
Aunque en las áreas rurales cualquier can puede acabar en la olla, en general los destinados al consumo carecen de pedigrí. Son los llamados “ddongke”, de tamaño medio o grande, destinados a ser sacrificados, depilados y hervidos en la olla.
“En Corea del Sur existe la percepción de que ciertos perros son mascotas y otros son para comer”, según la directora de la ONG, quien asegura que “esta idea equivocada se está desvaneciendo poco a poco”.
De hecho en los restaurantes especializados en “kaegogi” cada vez es más difícil ver clientes jóvenes y sobre todo mujeres, pues consideran repugnantes el olor y el sabor de la sopa de perro o “boshintang”.
Además, a medida que Corea del Sur se ha transformado en un país desarrollado, donde millones de personas conviven con perros como animales de compañía, se ha abierto el debate ético sobre la costumbre de comer perro y acerca de cómo estos animales son tratados en las granjas.
Asociaciones de defensa de los animales han denunciado que gran parte de los “ddonke” viven hacinados en jaulas sin condiciones higiénicas; y, para sacrificarlos, a veces se usan técnicas crueles como golpes en la cabeza o ahorcamientos.
En el mercado de Moran, al sur de Seúl, se observan jaulas con perros de diversos colores y razas que comparten un espacio mínimo a la espera de ser sacrificados y cocinados en los restaurantes cercanos.
Esta situación se atribuye en gran parte al vacío legal que existe en el país sobre la crianza de canes para el consumo humano.
Las leyes surcoreanas no los consideran como ganado y su consumo no está regulado, aunque tampoco se penaliza.
De este modo, sus condiciones de crianza y cautiverio, su sacrificio y la calidad de la carne están exclusivamente en manos de los granjeros, distribuidores y hosteleros.
Corea del Sur no es un caso aislado en Asia. A los dos millones de perros que los ciudadanos de este país devoran anualmente se unen otros cinco millones en Vietnam y unos diez millones en China, según datos de HSI.