En una nación normal, con un gobierno normal, ciertamente el pueblo tendría garantizada una nutrición balanceada, y no solo eso, también gozaría de un salario mínimo acorde a los precios de la cesta básica, y créame señor Arreaza, ninguno de esos dos derechos consagrados en la Constitución de 1999, se están cumpliendo en Venezuela.
No en vano 73% de los venezolanos consideran que el desabastecimiento en el país empeora cada día; y no es un invento, tampoco parte de la hipotética y rayada “guerra económica”, es el resultado de la última encuesta de Interlaces. Es la triste y preocupante realidad que se vive al cruzar la puerta de Miraflores o al bajarse del avión presidencial.
Dominados por una inflación acumulada que ya supera los tres dígitos, y una sequía de dólares nunca antes vista en la otrora pequeña Saudí, es bien valiente asegurar ante la FAO que en Venezuela no se pasa hambre, y quizá peor, que se premie la miseria, la escasez y la pobreza, porque si de seguridad alimentaria se trata, en el país lo que abunda es la inseguridad. Pero hablar de ese reconocimiento internacional ya es harina de otro costal. De la que tampoco hay.
Y como si se tratara de una serie de comedia, mientras nuestro pueblo organiza su semana según el último número de la cédula, y se humilla ante una máquina captahuellas que le controla lo que compra o deja de comprar, ellos viajan y se gastan los dólares que tanta falta le hacen a la nación. A unos les da otitis en momentos muy convenientes, y otros se hacen famosos por mandar a sembrar acetaminofen para contrarrestar los efectos de la “guerra económica”. Los eternos cuentos de la Revolución.
La realidad es que estamos comiendo cable, y que a la oligarquía de Miraflores poco le interesa. Pero la buena noticia es que estamos organizados, unidos y con un sueño común: VENEZUELA.
¡Sigamos en la lucha!