Después de una cuantas pintas vieron el mundo de otra manera. Los sueños viajeros imposibles se tornaron en una realidad al alcance con un pasaporte en la mano.
Esto le pasó a este treintañero (ni más ni menos que la flor de la vida), que convenció a su amigo para coger el pasaporte la mañana resacosa del día siguiente, y tomar un avión a la localidad de Pattaya, el Benidorm de Tailandia. Allí había un grupo de amigos que les esperaban con otra pinta en mano.
Un par de bolsas con calzoncillos y camisetas fueron suficientes para pasar el trago de las veinte horas y más de diez mil kilómetros de viaje, con escala y, suponemos, unas cervecitas de contrabando en Dubai.
No era la primera vez que el amigo insistente se iba con lo puesto al aeropuerto y pasaba la resaca a miles de kilómetros de distancia. Debe de tratarse de una multiplicación de las conexiones neuronales del buen rollo que los científicos todavía no han descubierto.
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