Caminar tranquilos dejó de ser un placer en Venezuela; y no lo digo con orgullo sino con una tristeza que verdaderamente embarga mi alma. Aquella Caracas de techos rojos y lindos cielos, pareciera haber quedado en la letra de la famosa canción de Billo Frómeta, pues desde hace ya varios años encabeza la lista de las ciudades más peligrosas del mundo, estadística que tampoco me enorgullece decir.
Según el último estudio realizado por la firma Gallup, Latinoamérica es la región con mayor inseguridad ciudadana, y Venezuela, la nación más insegura del planeta. No en vano en 2013 se reportaron cerca de 25 mil homicidios, y hasta el mes de abril de 2014 la cifra de asesinatos superaba los 4 mil. Solo en Caracas se habla extraoficialmente de 3400 muertes violentas en 8 meses, ante la mirada distante y desinteresada de un Gobierno que ha desplegado 20 tímidos planes de seguridad, sin éxito.
Basta leer los titulares de la prensa nacional para detenernos a reflexionar sobre el incremento de la criminalidad en nuestro país, y las formas como se está expresando: quemando, desmembrando, violando, golpeando, ahorcando, acribillando, secuestrando; y me atrevo a decir que si en Venezuela tuviéramos instituciones que reaccionaran ante la violencia y la sancionaran, otro gallo cantaría.
Desde el año 99 las muertes por arma blanca o de fuego se han incrementado cerca de 500 %, y no lo digo yo, lo dicen las cifras del propio Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas. Ese año el Observatorio venezolano de violencia reportó 5 mil 968 personas fallecidas en manos del hampa. Hoy, 15 años después, el número de asesinatos de multiplicó por 5, y más del 90 por ciento de los culpables no reciben castigo.
Algunos especialistas hablan de una marcada descomposición social, como consecuencia de la anarquía y la impunidad. La Psicóloga Social, Magally Huggins, dice que “la violencia es una conducta aprendida, y que en Venezuela se ha convertido en una forma de relación, y en un mecanismo válido para la resolución de conflictos”, sin recibir sanción alguna.
Lo cierto es que nos estamos matando. Por resistirnos al robo, por chocar a un carro, por piropear a una mujer, hasta por un puesto de estacionamiento. Como si la vida no valiera nada, o valiera tan poco, como un simple par de zapatos o un teléfono celular. La gente muere de hambre, por falta de insumos médicos y en manos de una violencia desatada que mantiene aterrorizada a la población. Caen ciudadanos inocentes, mujeres, niños, policías, y el Gobierno sigue allí, paralizado.
Nuestras cifras de muertes superan las de cualquier país en conflicto bélico, pero ni eso es suficiente para que las autoridades se tomen en serio el problema de la criminalidad en el país. Hacen falta una Fiscalía que investigue e impute, una justicia que condene y un sistema carcelario que rehabilite y prepare a los privados de libertad para una sana reinserción social.
Por Venezuela vale la pena seguir luchando.