Don Carlos Raúl Hernández en un artículo muy sesudo y cerebral publicado el pasado domingo, desenvainó una espada contra la antipolítica para descuartizarla y dejarla al descubierto como uno de esos espíritus del monte que andan coleando por todas partes buscando a quien asustar.
Decía en una memorable línea: “Cuántas veces se afirmó la vaciedad de que ‘Venezuela necesita un gerente’ y cuando lo tuvo, duró 24 horas”. La alusión es clara. Tanto que empujaron al oriundo de Sabaneta con charco de sangre, tanquetas, aviones y medios incluidos, y Carmona terminó en el coroto menos de lo que dura una flatulencia en una hamaca, por no decir el refrán con sus justas palabras.
La apuesta a la antipolítica sigue, y seguirá siempre, pues así como hay instituciones, modos, formas, hay quienes persiguen lo contrario. Hace un par de meses atrás escribí un artículo titulado “A propósito de la antipolítica”, en el que expresé algunas cosas que creí pertinentes sobre el tema, pues si hay algo a lo que se ha acostumbrado este pueblo es a tragarse todos los embustes del “hombre nuevo”, el “mesías”, el “éste sí sabe cómo se va a acomodar todo”; y ya sabemos cuál ha sido el resultado de todos esos infelices intentos.
Nadie dijo que la política sería arte fácil. Por tanto exhortamos a diario a que sea una actividad seria, coherente, llena de contenido, en la que se muestre responsabilidad, lógica y compromiso. Si no, seguirá en ascendencia ese altísimo descrédito que gravita sobre la empobrecida extensión territorial, empujado por brujos y jinetes del apocalipsis que decantan en cuanta plaza pública (más Twitter que en la calle), una frase nutrida por la magia negra y la maldad: “¡Que se vayan todos!”.
El poder de estas últimas palabras pocos lo llevan bien apuntado en su bitácora de lucha. Lo vivido en Argentina en 2001 es un ejemplo bastante didáctico del caos que ocasiona tal consigna: más que un mero arrume de letras, es una estocada al sistema. Y no al actual, ni al pasado, sino al sistema en su totalidad: poder, territorio y nación. Todos.
Aun siento que faltan escapularios, imágenes de San Miguel Arcángel y caballeros con las botas puestas para combatir el impacto negativo y desfasado que tiene.
En estos días un profesor comentaba en una reunión que no creía en el gobierno, ni en su disidencia interna, ni en la oposición, ni en los independientes, ni en los empresarios, ni en la iglesia, ni en los estudiantes, ni en las academias… Cristo bendito. Mayor falta de creencia. Decía Francisco que el espíritu se nutre de la fe y ésta consta del credo, la afirmación de que Dios está ahí, presente.
Poco creo en quien no cree en nadie. Quien no respeta o pondera la actuación de nadie más que la de su propio ego, quien no teme en decir que nada sirve porque la solución es ésta o aquella según sus convicciones, prácticas, experimentos, visiones esotéricas o epifanías; en ése no creo. Puede que no te guste esto, o tampoco lo otro. O poco de ambos. Pero, ¿que no te guste nada? De ahí deriva el peligro pues inicia la promoción de figuras, Libertadores, nuevos pequeños Bolívar que luego patean a éste último por considerarlo también inferior. Imposible creer en ellos.
Quien fustiga fuertemente a todas las corrientes opositoras al régimen, sobradas razones tiene. Sin embargo, el pregón “que se vayan todos” o “nadie sirve”, es sumamente dañino. Criticar y opinar es distinto a ofender y dañar. Lo que necesita la nación es un proyecto colectivo, que lo representa la alternativa, con sus múltiples corrientes e iniciativas. ¡Que nadie se vaya! Al contrario, bienvenidos todos.
Ángel Arellano
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