No hay diálogo inútil en estas circunstancias. Aunque todas las sospechas son válidas, explorarlo constituye una obligación. Una abrumadora mayoría de ciudadanos -cercana al 90%- aspira a que las partes se sienten para intentar rectificaciones que favorezcan la convivencia. La gente piensa que no necesariamente habrá resultados alentadores, pero cree que es preciso hacer el trámite, aún cuando sólo sea para constatar cuánto compromiso hay en “la sucesión” para adelantar cambios en su calamitosa gestión. Si el país comprueba la farsa, la revolución verá abultada las cuentas rojas de su contabilidad y, sin duda, encarará una ingobernabilidad más lacerante.
El amplísimo apoyo que el diálogo posee en la opinión pública es claramente un acto de fe en el que está involucrada una gran carga de angustia popular por la gravedad de la crisis. Ese espaldarazo representa una prueba irrefutable de la desesperación de los ciudadanos por el descenso vertical de su calidad de vida, eje esencial de las protestas. Es un respaldo surgido del pesimismo, de la idea de que “nada se pierde con intentarlo”… Un diálogo en el que Maduro niegue con terquedad el fracaso de su calamitosa gestión, reivindicará las razones de los estudiantes e indignados para sostenerse en la calle. El gobierno, con su conducta ante la aspiración de cambio, puede terminar legitimando aún más plenamente las manifestaciones.
A pesar de que la experiencia de 2002 fue una trampa cazabobos para el campo democrático venezolano, esta de ahora no tiene por qué serla. En este caso, hay un país muy decidido a no aceptar “mareos” que eludan el fondo del drama. Es demasiado amplio el consenso en relación a que “el proceso” debe emprender correcciones inmediatas y profundas, sin las cuales el empobrecimiento continuará erosionando la tolerancia que marcó el comportamiento de los ciudadanos por tres largos lustros.
Todos sabemos que “la sucesión” asiste a estos diálogos para intentar ganar tiempo y sin ningún ánimo de modificar el modelo cuyo colapso ha sido el desencadenante de las revueltas callejeras. Todos sabemos que lo que el gobierno busca es el cese de las manifestaciones, tratando de proponer un típico acuerdo de cúpulas de poca sustentabilidad práctica. Desde el principio, ha sido evidente que esas protestas carecen de control político y que encarnan un fenómeno social que la revolución se niega a reconocer. Era preciso darle al país el diálogo que apoya; era preciso dejar constancia, como es preciso demostrar que el gobierno podría hacer concesiones con los detenidos y los presos políticos, pero nunca, jamás, aceptará que su modelo es una eficiente fábrica de escasez, inflación, empobrecimiento, represión y abusos: las causas de la protesta.