Siempre lo ha intentado. Sacar a la oposición de la ruta electoral es y seguirá siendo un “objetivo superior” de la nomenclatura bolivariana. Para eso está concebido todo el andamiaje ventajista del Estado revolucionario. Cada arbitrariedad colabora con el propósito. Ninguna iniciativa del Gobierno -ni siquiera las referidas a la gestión- escapa al guión: todas pretenden ser demostraciones de fuerza para desalentar al pueblo renegado y convencerlo de que no hay nada que ya pueda hacerse y de que, por tanto, al carecer de otros métodos viables de resistencia, su lucha está sentenciada a la nada.
La guerra económica, la feroz ofensiva contra Capriles y contra los rostros más inspiradores de la Unidad, la dictadura mediática y el silenciamiento de toda la actividad opositora, además de las maniobras para agrandar y empoderar a Maduro, conforman un boceto ideado para hacernos creer que estamos en medio de un callejón sin salida. Cuando el poder civil se pavonea con la alta oficialidad de la FANB, cuando convoca la furia de sus colectivos armados, cuando se exhibe montada sobre las bayonetas -en plan represivo y disuasivo-, no hace sino esforzarse en probarnos la inutilidad práctica de las elecciones y de cualquier otro mecanismo de lucha.
La revolución trabaja para lanzar a sus adversarios hacia un destino incierto; para dejarles sin agenda, sin plan de vuelo, a la deriva, sin brújula ni timoneles. Al minar la ruta electoral, “la sucesión” promueve las quimeras violentas para las que sus oponentes no poseen condiciones mínimas: se fertiliza la desesperanza electoral porque ella dará lugar inevitablemente a la atomización de las fuerzas adversas, que abarata los costos de la vorágine represiva de “la sucesión”. Un pueblo convencido de que no posee opciones, está impedido de cohesionarse. “El proceso” jerarquiza el atrincheramiento de sus auditorios y la fragmentación de sus contrarios.
Si el pueblo opositor no entiende la importancia de defender su propia agenda -aunque ella sea insuficiente y requiera urgentes complementos-, tampoco será capaz de rebelarse por otros medios mucho más exigentes. Así de simple: quien no puede lo menos, difícilmente podrá lo más. Una hoja de ruta insurreccional no es menos compleja que una pacífica. Votar debe ser un acto de insubordinación contra la pretensión de convertir a la alternativa democrática en un archipiélago de descontentos dispersos, aislados y débiles. Hay que votar, aunque sepamos que con eso no basta. Hay que votar para evitar el naufragio que buscan provocarnos; para no entregarles los timones; para que no les salga gratis el expediente represivo. Hay que votar para encarecerle el juego a la jauría autoritaria.
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