Para los descamisados de Venezuela cada semana es un calvario en el cual se juegan su sobrevivencia. Las calamidades económicas han depreciado los subsidios directos que por años sostuvieron su idilio con el modelo socialista. En apenas seis meses se ha descompuesto la relación del poder con su vieja clientela política. Por primera vez en 14 años no hay diferencias entre las valoraciones de “los de arriba” y “los de abajo”: unos y otros padecen las mismas adversidades. Ese es uno de los motivos por los que la “guerra económica” no le resulta creíble a una porción creciente del auditorio oficialista.
Un poco más de un tercio de quienes todavía hoy se manifiestan “chavistas” no se come ya los cuentos tramados por la maquinaria de la mentira. Este segmento del campo bolivariano identifica a Maduro y al gobierno como los únicos y verdaderos responsables de la carestía y la inflación. Las conspiraciones de las que habla el oficialismo, en el intento de eludir sus culpas, tal y como lo hacía el “comandante eterno”, son hoy sandeces inútiles para el propósito de lograr la cohesión del pueblo bolivariano. La devaluación de principios del año no sólo quebrantó irremediablemente la imagen de Maduro: su decisión -junto a todo el infortunado manejo de la crisis económica- también le ha causado un severo daño colateral al “proceso”: la falta de dólares pasó a ser un problema que atañe también a los pobres.
A golpes, las capas más empobrecidas del país han aprendido que la escasez de divisas no representa un problema exclusivo de “los ricos” y que su insuficiencia es producto del manejo doloso que el gobierno ha hecho de los ingresos petroleros. No por nada, una clara mayoría de los venezolanos (el 56%) cree que el de Maduro es un gobierno “más corrupto que los anteriores”, una opinión compartida por poco más de un 30% del chavismo.
El desprestigio de “la sucesión” generará efectos tremendos. Desmoronada la pretendida superioridad moral de la revolución de Maduro, todo indica que los resultados electorales del 8-D anunciarán una inevitable conmoción política y social, cuya contención será muy cuesta arriba para un gobierno de tan enviciada reputación. Hasta las piedras advierten que algo tiene que ocurrir.
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